Domingo, 22 de marzo de 2009 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Del Mole se decían tantas cosas que no entrarían en un libro. Que fue arponero, boxeador y buzo. Ostentaba un tatuaje velludo en su antebrazo. Estaba dentro de mi libro. El que yo quería escribir y que había situado en Africa, con el hijo de Tarzán en caravana, de liana en liana y de pronto arribar a la ciudad, polizonte de un bote de esos que uno veía en los laterales de los barcos y llegar pero en vez de al Continente Negro a Rosario. Y caer en mi barrio. Y refugiarse, por ejemplo en lo del Mole. Quien, fascinado por su descubrimiento lo protegía, le daba una nueva identidad y lo ponía a trabajar en la gomería.
Luego, sucedían cosas terribles: un gorila que escapa del zoológico y deguella a una vieja y le echan la culpa al Mole y sin querer descubren que tiene un protegido que era ni más ni menos que el hijo de Tarzán. Porque además -y en esto radicaba mi efecto literario- ambos, por las noches salían en Rastrojero a recorrer los barrios salvando indefensos, socorriendo heridos y huyendo de la cana. En esto estaba, camino a lo del Mole, pelota en mano, desinflada. Era una hora rara: la siesta de otoño y ni un alma. Como jugábamos a las seis y yo era el otario encargado de la redonda no me quedaba otra que llegarme al taller para que me la viese si estaba pinchada o le pegue una inflada. No es que no me gustase el Mole: solo que apenas saludaba, olía a chivo y siempre estaba en camiseta, invierno y verano la misma además y bufaba cuando debía atender una tarea menor como la de este boludito pelota sucia en mano.
Me daba rabia que lo hiciera de favor y sin saludar. El, justamente él que no sabía que yo lo iba a poner de protagonista. Que iba a saber si ambos apenas hablábamos y hasta dudo si sabría escribir. Ni se enteraría de mi libro. Pero los escritores éramos asi: incomprendidos. Caminaba, cabeza baja, pateando durante cuadras una chapita de cerveza que se empecinaba en los rebordes de la veredas. Por las ventanas semicerradas se irradiaba la pantalla de la tele difundiendo la novela, algunas cabezas en los livings quietas atravesadas por reflejo suave, el olor a herrumbre de algún depósito, el moho de la lluvia precedida, el sol sobre los caracoles y las hojas de las veredas. En el bolsillo me tintineaba la de veinte para pagarle la pinchadura. El Mole y su olor a perro sudado, carne de guerrero vikingo, remero de los galeotes hecho esclavo y liberto, carnaza blanca sin mujer ni hijos ni vida social quien en cuanto llegaba el viernes clausuraba el taller de un topetazo y ya nadie lo veía hasta el amanecer del lunes. Un desapercibido, un nadie de 120 kilos, colorado y ausente, sin familia ni corazón ni nada. A ese Mole era al que yo me referiría en posteriores y millonarios libros de aventuras como lo hacía Roy Rockwood en su colección Bomba, el hijo de Tarzán, con Gibo y Wafi de laderos.Yo le había asignado uno a mi protagonista y era él.
Entré por el trajinado corredor de piedritas distraído, las suelas de goma amortiguaron mis pisadas. Allí en medio del taller estaba el Mole sentado sobre un cajón de fierro y madera mirando la novela Estrellita esa pobre Campesina. Caminé hasta que lo tuve cerca como para que me oyera. El Mole tenía fija la mirada y además estaba llorando. Una masa elefantiásica sollozante. Mi héroe gimoteaba silenciosamente, su espalda estaba tiesa a su lado, una maza con cabeza de goma cual la espada cantarina del Rey Arturo, como la daga de Tarzán o la cimitarra de Nippur. Por el perfil entreví que se movía con desconsuelo llevándose la bombilla a la boca. El Mole lagrimeaba con el mate en mano. Pude haberme ido, pensé en mi libro, todo se derrumbaba, pero también pensé en todas las veces que el Mole no nos inflaba. Finalmente tosí, justo detrás suyo y dí palmadas como quien entra de forastero. El Mole se dió vuelta levantando los hombros de sorpresa.
-Dice mi viejo que va a pasar con los dos camiones después y de paso si me puede inflar o arreglar, en cuanto termine el asunto, dije, apuntando con el mentón la pantalla del televisor sucio que tenía delante.Se limpió la moquera con su antebrazo y sin dejar de mirar la pantalla dijo algo así como que a los hombres les suceden estas cosas.Me preguntaba cuales.
-Estas, dijo con simplicidad anticipándome a mi duda. Señaló el aparato.
-Hace bien de vez en cuando mandarse una buena llorada. La propaganda sobrevino como una campanada de round y solícitamente me la infló, sin dejar de espiar la reanudación
-Lisita, che, ni una pinchadura. Y se sentó de nuevo, cual guerrero oteando desde la proa del barco no a la ballena blanca, arpón en mano, sino la cara infantil de Marta González que empezaba a moquear y a moquear de nuevo.
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