Mar 19.05.2009
rosario

CONTRATAPA

Palabras

› Por Sonia Tessa

"Cada vez que alguien muere,/ por supuesto alguien a quien quiero,/ siento que mi padre vuelve a morir,/ será porque cada dolor flamante/ tiene la marca de un dolor antiguo". Las profundas y a la vez sencillas palabras de Mario Benedetti -apenas un verso de los tantos suyos que recordé de memoria durante largos años de mi vida- vuelven con fuerza en estas horas. Como volvieron cada vez que las necesité. Las páginas de los diarios están plagadas de notas de personas con autoridad para hablar del poeta, del latinoamericano que pudo ponerle palabras a una identidad y a la vez consiguió lo que muy pocos: el amor de la gente. Convertir sus versos en un espejo donde muchos se sintieron mejor reflejados que en sus propias palabras. Le escribió la letra a la melodía interna de muchas personas. Como una de sus apasionadas lectoras durante años, no puedo sustraerme al dolor que provoca la muerte de alguien cercano, querido.

Las palabras de Benedetti eran siempre sencillas. De eso se lo acusó desde la academia: lo suyo no es poesía, apenas palabras cotidianas puestas en orden. Y sí, Benedetti fue el poeta de la cotidianeidad, el que mostró belleza en la gente común, el que revestía a sus personajes más grises de dignidad, de amor, de trascendencia. Algún comentario en Internet se quejaba ayer de que muchos hablaban del poeta y escritor sin conocerlo, ironizó sobre "aquellos para quienes Avellaneda es un lugar por el sur". ¿Quién que haya leído La Tregua puede olvidar a Laura Avellaneda? La presencia luminosa de esa joven en la vida de un hombre a punto de jubilarse. Y el vacío irremediable de su muerte, como una sentencia.

"Así estamos, consternados, rabiosos, aunque esta muerte sea uno de los absurdos previsibles", escribió sobre el asesinato del Che. Pasan los años, y siempre esas palabras aparecen como fondo de la bronca por alguna injusticia, por algún "absurdo previsible".

Cuando éramos adolescentes, leíamos Benedetti cuando estábamos enamorados, y también recurríamos a él para reforzar nuestro compromiso militante. Creíamos que leyendo a Benedetti podíamos construir un mundo mejor. Sabíamos de memoria la "Carta de un hombre preso a su hijo": "Llorá, Botija, es macana que los hombres no lloran/ aquí lloramos todos, gritamos, chillamos,/ moqueamos, berreamos, maldecimos./ Porque es mejor llorar que traicionar,/ porque es mejor llorar que traicionarse./ Llora, pero no olvides...". Así el final de aquel inolvidable poema, al que llegamos convencidos de que "el olvido está lleno de memoria".

"Inventario" era uno de nuestras reliquias más preciadas. Crecimos leyendo sobre el Cielito del 69, sintiéndonos dentro de la plaza del 25 de marzo de 1973 por su vívido poema sobre aquel día. "El cumpleaños de Juan Angel", según me recordó un amigo muy querido, estaba todo subrayado y ajado de tanto leerlo y releerlo.

Y aprendimos a querer a Nacha Guevara por cómo lo cantaba, y todavía tenemos el casete de El sur también existe, que se gastó por todas las veces que lo escuchamos. Las letras de Benedetti musicalizadas por Joan Manuel Serrat fueron la banda de sonido de varios años de nuestra vida.

No puedo hablar de un solo poema de Benedetti para recordar cuánto forma parte de nuestro bagaje sensible. Quisiera recordar cuánto mejores, cuánto más íntegros éramos cuando lo leíamos.

Como suele ocurrir con los padres, también a Benedetti algún día dejamos de leerlo, para irnos por otros rumbos literarios. Durante algunos años supimos criticar esa poesía "chiquita", "de póster", de su "estilo panfletario". Eran tiempos de búsquedas, y nos llevaron por lugares lejanos. Pero claro, cada vez que alguien moría, por supuesto alguien a quien queríamos, sentíamos que su poesía volvía a aparecer. Y cuando nos enamorábamos, la táctica siempre era mirarlo, aprender como era, quererlo como era. Con una estrategia, en cambio, más profunda y más simple, "que un día cualquiera, no sé cómo ni sé con qué pretexto, por fin me necesites". Benedetti siguió formando parte de nuestras vidas, aún cuando renegáramos de él. Y hasta nos reíamos de cuánto llegamos a creer en aquel "compañera, usted sabe que puede contar conmigo". Dejamos de leerlo, regalamos sus libros, hicimos cosas de adolescentes que se van de casa. Adolecimos de su influencia, pero nunca terminamos de despegarnos de él. Como a un padre se lo ama aún cuando uno debe dejarlo atrás para buscar el camino propio.

La madurez nos hizo reencontrarlo. No ahora, que su muerte lo convertirá en una estatua sin mácula, sino hace unos cuantos años, apenas aprendimos a ser quiénes somos sin olvidar a aquellos que nos moldearon. Y volvimos a amarlo, sin la devoción de la adolescencia, pero con más consecuencia. Comprendimos la belleza, la historia, la profundidad y la sencillez. Es una suerte haberlo reencontrado, porque muchas de sus palabras son justas, exactas, para tantos momentos. "Vuelvo, quiero creer que estoy volviendo, con mi mejor y mi peor historia, conozco este camino de memoria, pero igual me sorprendo", escribió cuando retornó a su amada Montevideo tras el exilio. "Vuelvo sin duelo y ha llovido tanto/ en mi ausencia en mis calles en mi mundo/ que me pierdo en los nombres y confundo/ la lluvia con el llanto", seguirá diciendo para siempre ese hombre doliente, pero siempre el mismo que llamó a "defender la alegría como una trinchera/ defenderla del escándalo y la rutina/ de la miseria y los miserables/ de las ausencias transitorias/ y las definitivas". Y aquel que le pedía a su amada: "No te quedes inmóvil, al borde del camino, no congeles el júbilo, no quieras con desganas, no te salves ahora, ni nunca, no te salves", en un largo poema del que recuerdo un verso intermedio: "No dejes caer los párpados pesados como juicios". Y el final: "si te salvas, entonces, no te quedes conmigo".

Sus palabras, esa forma de decir los sentimientos y las convicciones, esa forma de poner la vida en unos cuantos versos, nos hicieron los que somos. Por eso, la muerte de Mario Benedetti nos despoja de alguien entrañable. Que estará para siempre en nuestras vidas.

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