CONTRATAPA
› Por Gloria Lenardón
(Modelo de un Fonavi al suroeste de Seguí)
Para encontrar el jardín hay que recorrer, subir y bajar escaleras estampadas de inscripciones y de nombres, hay un amplio repertorio de inscripciones, los que pasan todos los días por las escaleras dejan sus señas ahí. Antes de las escaleras hay que cruzar el patio común. Muchos chicos jugaban a la pelota esa mañana, muchos perros los acompañaban, mucha gente cruzaba esquivándolos; el patio parecía no descansar , como si cualquier momento del día fuera igual, el movimiento brotaba por todos lados atrayendo los mismos ruidos; los pocos arbustos crecían sobre el verde de la tierra pelada.
En el Fonavi la idea de patio común empezó a trastornarse, algunos vecinos arman ahí su cochera particular, o su patio privado, incluyen el asador en un rincón; y los defienden a muerte, cercan la parcela frente a su puerta rematando cada pared que levantan con vidrios en punta. Esa mañana los balcones rebalsaban actividad, se exponían a la búsqueda del jardín, al recuento de macetas, trepaban por la pared más soleada del monoblock cargando de todo; las macetas se mezclaban con la ropa, con la cantidad de cosas útiles que por fin habían encontrado un lugar. Un vecino vendía en su balcón alimento para gatos y perros, y otro había hecho un cerramiento para arreglar zapatos. En un balcón un hombre con un martillo colgaba una repisa que me pareció para macetas. Pensé en las parcelitas bien regadas del barrio Cura que había cruzado hacía un rato, los jardines florecían entre avenida Cura y Seguí, como siempre los propietarios habían plantado plantitas de estación para acompañar los palos borrachos de las veredas que parecen eternamente florecidos, busqué en el Fonavi las mismas hojitas verdes, pérez anda jil camina, las hojitas no aparecían; la variedad de verde y de flores y de enredaderas y trepadoras para tapizar paredes y tierra libre no es una ambición fácil de satisfacer para los que viven en el Fonavi y se asoman a ese patio común. El hombre del martillo acomodó por fin en la repisa tres tarros de pintura y herramientas, prendió un cigarrillo, me miró como oliendo algo extraño, yo estaba plantada frente al balcón siguiendo sus movimientos sin pensar en la impresión que le causaba.
Sumé unos cuántos patios interiores más, el viento levantaba tierra seca que se metía en los ojos. Era imposible encontrar una lagartija, la que se veía en una ventanita tenía que ser de plástico. Muchas ventanas abrían sus hojas de chapa al patio común. Los patios se pegaban unos a otros. "Qué plato revolver tierra en un jardín", me contestó la mujer cuando le pregunté por el jardín, vendía pasteles, de la bolsita que acababa de cerrar salía olor a almíbar, " es como olor a jazmín, hay que tener ojo cuando se pone azúcar al fuego, yo me ocupo de hacer pasteles, pasteles para vender, señora",le pregunté si estaba apurada porque me faltaban otras preguntas sobre el jardín,"no estoy apurada, señora, es que tengo que vender pasteles ¿Vio qué perfume?",levantó la canasta para que el vaho dulce me llegara a la nariz, después se alejó por la escalera.
Pero el jardín estaba, organizado y llamando la atención, al fondo de una pasarela, en el monoblock número treinta y tantos . "Yo las quiero y ellas me llevan el apunte", sonreía entre las plantas, la mujer sopló una hoja y destrabó la puerta, las dos pasamos por entre las plantas en macetas, las hojas estaban limpias como si acabara de llover, había flores. En la cocina comedor se habló de plantas. Isabel y Ana, madre e hija, hablaron del jardín. Con la mujer del tercero hicieron uno en el patio común nos asomamos para verlo, crecía a la sombra del monoblock Ana lanza la manguera desde el primer piso y abre la canilla de su cocina, exactamente tantos minutos, abre la canilla con el reloj en la mano. La puerta de la pasarela está reforzada, la primera que pusieron la robaron junto con las macetas. "Ésta está mejor hecha"; no se ven otras puertas en las pasarelas, las pasarelas no llevan puertas, el tránsito es libre. Dejaron abierta la puerta de ingreso al departamento que está reforzada con otra de rejas para que desde la cocina comedor miráramos las plantas, de la pasarela llegaba olor a tierra escarbada.
Ana me mostró también ropa, ropa que tiene para vender, ropa, zapatos, carteras, teléfonos inalámbricos, hasta un calefactor, cosas usadas en buen estado que la mujer a quien le limpia le da para que se las venda, arreglan porcentajes, cada mes hacen números, siempre que la mujer aparece para las cuentas lleva algo que recién dejó de usar debajo del brazo, las cosas avanzaron hasta la mitad de la pieza, por donde uno mira florecen.
Sentadas en los sillones demasiado grandes para la cocina comedor Isabel dice que quiere cambiarlos porque ya están en la última cuota, se los vendió el dentista donde también limpia Ana cuando su mujer compró sillones nuevos. Isabel dice que ya puede ir pensando en otros más chicos, va a arriesgarse con unos blancos, "aunque tengamos este gato que es medio medio, no sé cómo vamos a sacarlo, qué va a hacer cuando los sillones blancos aparezcan".
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