Sábado, 26 de septiembre de 2009 | Hoy
Por Miriam Cairo *
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Una no tiene por qué contar en público todas las monedas que posee, pero si estuvieras ahogándote acudiría a tu rescate. Te sacaría del agua y te envolvería en una manta. Luego encendería el fuego y escucharíamos Les feuilles mortes custodiados por un ángel poseído.
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Una tiene derecho a sacar el pasaporte y gozar de una intrépida experiencia como residente ilegal en el primer mundo, aceptando que el primer mundo tiene derecho a todo. Si el primer mundo fuera un espejo y el tercer mundo se empolvara la nariz frente a él como una sirvienta vivaracha, una podría escribir un cuento de hadas.
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Acaso alguien anega su pellejo lejos del lugar de origen. Si estuvieras en la cúspide del monumento a punto de arrojarte, te anticiparía que el cielo tiene ya demasiadas estrellas. Bajaríamos juntos por el ascensor y pondría mi mano izquierda sobre tu hombro izquierdo. Tomaríamos un taxi y como no seríamos inmigrantes ilegales, no tendríamos temor de dar la dirección y pagaríamos con pesos.
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Por fortuna, el paraíso siempre está en otro lado. La rapidez espléndida de las nubes barre de un plumazo la memoria y una lava los platos del primer mundo, ávidamente, con antojo irrefrenable de excelencia, obligándose a ignorar que no todos los esmeros resplandecen.
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Si fueras un pájaro moribundo, agonizando sobre un nido frío, en el más alto nivel de la apariencia, haría un gran trazo floral, con la forma de vida que quisieras. Y por sobre todo, te concedería el milagro: podrías despertar en el mismo lecho en el que copulaste.
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Una tiene derecho a decir basta y a correr el riesgo de ser una extranjera que recoja la fortuna que chorrea en el primer mundo. Una puede quemar el origen en la casa de la negrura. Disimular con acentos impostados la procedencia. Pararse en dos patas ante el amo y mover la cola extranjera.
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Si fueras el descuartizado que golpea mi puerta, yo no te confundiría con Picasso aunque de seguro alegrarías las formas. Te reconstruiría con arte, no con funcionalidad. Pondría la noche en el lugar de los ojos, el corazón en el sexo, el sexo en los dedos, las gotas de rocío en la flor macha, la mordedura en el alma. Demás está decir que otra vez un astro está desnudo en mi memoria.
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Una tiene derecho a equivocarse, a nacer en el tercer círculo del infierno o en esos viejos mapamundis medievales donde aparecen territorios mitad leyenda, mitad verdad, y donde ni una sola cabeza sobresale. Una tiene derecho a nacer por sus propios medios. Ser la semilla y la creación. Consumar el error que nos distingue y nos anima.
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Si fueras un mundo futuro que haya sido tomado a ras de suelo o que haya ascendido espontáneamente a posarse sobre mi cabeza; si ese mundo no pudiera ser visible hasta después de hablar con los fantasmas y de leer los libros que leo, si eso fueras, mirando tu cielo me lavaría los ojos.
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Con las maletas cargadas de escombros, una tiene derecho a partir para decir "he partido". Tiene derecho enviar al diario textos por mail como si fuera una enviada especial a sueldo: "Título pertinente", por Fulana de Tal, desde el Extranjero. Sólo entonces una tendría la oportunidad consagratoria de describir con altura lo intrascendente, porque beber y orinar en otro país, eleva. Una tiene derecho a ser cosmopolita e introducir esas palabras en inglés que le ponen a las cosas un swing que en Argentina no se consigue.
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Si fueras las plumas del sombrero de Miró, quizás el pájaro amarillo de cromosono siempre perdido y siempre encontrado pudiera posarse en tu hombro. Mientras tanto, en el jardín de los sueños, los mejores amigos le desearían buen viaje a Joan Miró que nos traería a los de aquí abajo cosas de allá arriba. Si fueras el pajarito de Miró estarías lleno de ojos y me mirarías el nido encrepusculado hasta perder de vista el insomnio.
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Una tiene derecho a que los amigos la envidien porque hay que irse para allá y no quedarse acá. Cuando una se va para allá, la cabeza se abre. Hay que sacar el pasaporte y cruzar un océano para tomar conciencia de que el mundo no está acá. Una tiene derecho a no ser como los mejores amigos que nunca se van para allá, porque la conciencia de ellos es conciencia de acá. Cuando una se siente demasiado chiquita acá, tiene que sacarse el pasaporte y embolsar el marido para sentirse grande allá. Al pie de la Sagrada Familia una tiene derecho a sacarse la foto y darse cuenta de que lo que tiene acá es una triste farsa, pero luego se puede volver con la máscara de la felicidad recién maquillada.
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Si fueras un cuchillo, cortarías todas las amarras y darías un paso hacia nosotros. Primero habría que desenmascarar la razón fúnebre de los esposos, pero de eso se encargarían los hijos del rey Momo. En estos días Venecia no sirve más que de refugio para Aquiles que esconde en el talón y tras la máscara su complejo de inferioridad y su culpa.
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Una tiene derecho a irse, aunque eso de lo que huye la acompañe a todos lados. Y todo esto es tremendamente complicado para una que no quiere estar extraviada en el pleno Dédalo de los embrollos, como una inocente adúltera en un mundo desamorado, en el que ha perdido el hilo y el asombro.
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