Dom 01.11.2009
rosario

CONTRATAPA

Apuntes de un detective atribulado

› Por Gary Vila Ortiz

No llovizna, pero resulta agradable pensarlo. Agradable aun cuando lo que ocurre es en realidad algo triste. Al menos para mí. Pero no llovizna, aunque el cielo está particularmente nublado. Los otros que despiden al muerto, posiblemente vinculados entre sí de muchas maneras que yo hasta el momento ignoro, parecen serios, indiferentes, mientras colocan el ataúd en un panteón cerca de la entrada oeste del cementerio.

La llamada del día anterior había tenido la curiosa mezcla de ser imperiosa y lentamente convertirse en algo parecido a un ruego hasta terminar en el comienzo de un llanto. Una voz de mujer: al doctor Ferraté lo han asesinado. Quiero que vaya al cementerio, dijo después, y que observe a los que estarán allí. No serán muchos, agregó, pero uno o dos de ellos son los asesinos. Yo fui nada más que su amante (ahí comenzó el llanto) y no voy a poder estar. Y eso fue todo. ¿Por qué decidí ir al entierro? Lo ignoro. Era mi trabajo, pero la llamada bien podía ser una broma. Busqué en los diarios. La nota de la muerte figuraba en uno, pero no en los otros que consulté. El doctor Melquíades Ferraté había sido profesor en derecho penal, que era su especialidad. Un tratadista, decía la nota. Y un autor polémico por lo que había escrito. Era joven, 52 años, casado, con tres hijos. Algunas de sus teorías, como la del libre albedrío y la predistación, habían dado origen a diversos tipos de contestaciones que finalmente se publicaron en un libro. Otra de sus obras surgió de una conferencia sobre el probable monoteísmo de las religiones (o del pensamiento que podemos calificar de religioso) de quienes no eran monoteístas y que en algunos casos sostenían la inexistencia de Dios. El libro era difícil de entender y dio pie a nuevas polémicas, pero resultaba apasionante si se lo leía como un relato de ficción y se toleraba el no comprender cabalmente ciertos argumentos. A su última obra, aparentemente firmada con un pseudónimo, se la podía ubicar en el género policial, aunque hay quienes discutieron con vehemencia esa ubicación. Melquíades Ferraté murió antes de que fuera comentada. Según me dijo su amante, que lamentablemente no se llamaba Laura aunque yo la imaginaba parecida a Gene Tierney, en ese libro estaba la clave de por qué el doctor Ferraté había sido asesinado. ¿Por qué escribí aparentemente firmada con un pseudónimo? Primero porque hubo quienes sostuvieron, de manera un tanto agresiva, que Ferraté no podía ser el autor de un policial tan bueno, tan estrictamente ligado a la novela negra de un Hammett, un Chandler, un McCoy. Algunos llegaron a entusiasmarse con la teoría del texto apócrifo y se dedicaron a buscar el nombre del verdadero autor. Otros se lo atribuyeron a esa mujer que lamentablemente no se llamaba Laura, a quien ya no me podía sacar de la cabeza. Y eso de "aparentemente" además tiene relación con algo que me ocurrió también ayer mientras, algo adormecido, intentaba dilucidar si se trataba de la tarde de un lunes de agosto o si bien podía ser la de un jueves de julio o la de un indeterminado día de noviembre y pensaba, al mismo tiempo, si en realidad había recibido el llamado de una mujer que lamentablemente no se llamaba Laura y existía un doctor Ferraté que había escrito una improbable novela policial. Entonces un nuevo llamado acomodó, más o menos, las piezas que se habían desacomodado. Pero corrió todo hacia otro lugar. La voz de un hombre, gruesa, grosera, imperiosa. Igual que en la primera llamada, que esta segunda volvía verosímil, lo imperioso del tono fue lo que me convenció. El mensaje fue breve: le aconsejo no hacer caso a una mujer que está loca y lo llama diciendo que el doctor Ferraté ha sido asesinado. Al colocar el tubo del teléfono en su sitio comprendí o creí comprender que resultaba obvio que alguien había matado a Melquíades Ferraté.

Y ahora, en esta mañana de cielo gris, húmeda aunque sin llovizna, de pie entre quienes serios, algo indiferentes, despiden al muerto, intento decidir cómo debo comenzar mi investigación, o en realidad si me corresponde investigar el caso. ¿Cuál de las voces que escuché en el teléfono dice la verdad? ¿La inolvidable de esa mujer que lamentablemente no se llama Laura o la áspera del hombre que la acusa de mentirosa? ¿Ninguna de las dos? ¿Estaría la clave del asunto en la novela de Ferraté? ¿Es el asesino este joven impecable, de mirada huidiza, que me pide permiso para acercarse al ataúd? ¿O esta dama impávida, excedida de perfume y de rubor, que estruja en sus manos un pañuelo seco? ¿O alguno de los envarados colegas de Ferraté que homenajean al difunto con insulsos discursos de compromiso? ¿O son todos? ¿O no será ninguno? Antes de que termine la ceremonia me alejo sin prisa, la cabeza gacha, los ojos perdidos entre las lápidas. Quisiera encontrar a esa mujer que lamentablemente no se llama Laura menos para averiguar detalles del supuesto crimen que para llevarla a mi departamento a emborracharnos sin remedio. No me gustaría, eso sí, toparme con el hombre de voz poco amistosa porque intuyo que nuestra conversación no será agradable para mí. Acaso pueda convencer a un amigo que gusta de las serie negra para que me ayude a leer la novela de Ferraté y que después juntos, entre un vaso de gin y otro de caña, pasemos en limpio estos apuntes.

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