CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Para entrar al almacén y no distraerse con el mandado había que concentrarse fuerte y mucho. Lo recibían a uno los barriles de aceitunas cuyo aroma perdurable evocaba películas de Oriente, después los quesos cercanos, hormas enormes sobre cuyo eje pendían soberbios jamones de chanchos etiquetados. Y finalmente, tras el mostrador marrón, las tetas de doña Florinda, flor y nata de aquella tienda de bártulos y comida, de ciencias y sabores. Todo se podía mordisquear y robar; emboscar y roer, robar y llevar. No mucho, lo que cupiese en un bolsillo o en un costado de la boca. Lo que abarcase un manotón o una dentellada. Eso estaba ahí y pretendíamos había nacido antes que el barrio, que nosotros, que el mundo. Eso estaba ahí erguido como un templo de olores y bienestar donde no entraba el mal ni las moscas, la enfermedad ni la muerte.
Era el almacén de ramos generales, sostenido como al borde una pampa ya vieja, resistiendo al progreso, aguantando la parada de los carros a caballo, los motormans que se refrescaban con una cerveza helada tomada de pie y a los apurones para que el pasaje no los sospeche de borrachines y la luna no los cuartee de un soplo, porque ya iba siendo verano y se hacía más de noche rápido y había que devolver el tanque de acero verde andante justo en los galpones a las ocho y cinco.
Zito había ido lejos para no volver jamás, se decía. Había abierto otras casas de almacén en lejanas tierras africanas y estaba juntando dinero extranjero de a paladas para un día regresar y cerrar este museo y convertirlo en baratillo. Pero, se decía que Zito había abandonado a la Florinda y lo que ella murmuraba eran relatos remendados, trapos viejos de una tela que legítimamente se llamaba abandono de hogar pero ella todo lo emparchaba con su buen humor y sus tetas prodigiosas llenas de salud y su generosidad en la libreta de crédito al fiado que acumulaba en sus casillitas todas iguales tras la caja.
Florinda se jactaba de dos hijas que nunca estaban pues estudiaban en la Docta, una para monja y la otra para contadora. También recitaba versos de gauchos que según su padre habían sido bandoleros españoles y luego acriollados y curaba el mal de ojo y acertaba prolijamente, una vez por mes, una redoblona de quiniela que la ponía con las tetas más en punta y una rebaja de membrillo o vinos a precio de fábrica. Así era el almacén, así iba llevando la vida doña Florinda, con su peto blanco, carrozada de anís y labios rojos, feliz en su traje obsoleto de jovencita cincuentona que entonaba versos andaluces mientras levantaba la persiana y algo de su falda dejaba ver las piernas aún firmes sustentadas en unos tacos blancos, lustrados.
Y nos dejaba robarle, nos ofrecía dátiles y nos sermoneaba con el amor a la madre y a la santísima virgen mientras señalaba un cromo de la Magdalena. La novia de Jesús, que la tuvo y vaya como, suspiraba como si se contara para si un retazo de radionovela. Un Domingo de Ramos la vieron a doña Florinda del brazo de un jovencito por el Parque de la Independencia a la hora que jugaba Ñuls, echándole ambos, bien agarrados, miguitas a los peces. Era el hijo de la Delia, viuda de la esquina que apenas salía y que jamás devolvía una pelota. Su hijo la visitaba alguna que otra vez en un auto amarillo patito. Los comentarios fueron desde "puede ser su nieto" a "háyase visto semejante cosa; mírenla a la fulana". "Se lo tenía bien escondido". "Qué dirá doña Delia porque enterarse ya debe haberse enterado". "Se va morir de un disgusto". La cuestión es que no fue sorpresa verlo a Marito, que así se llamaba el mozalbete, de ayudante de la Florinda con una naturalidad que apenas si alteró el paisaje de mar tranquilo del almacén. ¿Cuándo regresó Zito? Nadie lo sabe exactamente. ¿Fue de noche? ¿Sin aviso? ¿Tenía llave? ¿Tenía derecho? ¿Estaban separados? ¿El la había dejado y después se arrepintió? ¿Volvió cuando le dijeron que la Florinda estaba en yunta de nuevo?. El tal Marito nunca más pisó el barrio ni la casa de su mamá. Y don Zito, pleno, más gordo ocupó la caja junto a su esposa que en nada dejaron los acontecimientos huella alguna sobre su tez o su carácter. Alguien me dijo, ya pasados los años y borrada la esquina donde hoy subsiste un plan de ahorros para autos desgraciado y lustroso que se la escuchó a la Florinda susurrarle a un ex chofer de la M confidente del estaño y ya jubilado que "no hay nada mejor que los celos para devolver lo que es de una". Eso fue antes que Zito apareciera en la calle Paraná con un trancazo del 32 en la nuca. Todos sabían que la Florinda tenía uno escondido en el estante, junto a la estampita de la Virgen, el Rosario y el almanaque de gatitos. Pero ni las lauchas del almacén dijeron algo en contra suya. Y el Marito pagó en Coronda tan solo por sus turbios pensamientos y porque aquella noche no pudo decir por donde había andado, perdido en las botellas que lo habían seducido de dolor, de traición y de olvido.
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