Lunes, 30 de noviembre de 2009 | Hoy
Por Sonia Catela
En nuestro país parece indiscutible que la censura alcanzó su clímax y orgasmo durante la peste febril del Proceso. Sin embargo, otros períodos muestran frutos del árbol de las prohibiciones a los que conviene hincarles el diente. Los anarquistas cuentan con un adherente, Rodolfo González Pacheco, sometido reiteradamente a dieta carcelaria que curara su manía de escribir y luchar en política. Durante la Semana Trágica, Yrigoyen clausuró La Obra, publicación creada por Pacheco. Alvear lo hizo encerrar seis meses debido a elogios hacia el alemán Wilckens. Pero una experiencia anterior, su reclusión en el penal de Ushuaia (1911), la vertió en Carteles permitiendo que dupliquemos la vivencia del castigo en esa penitenciaría extrema.
Narra Pacheco: "Las razones del gobierno para mandarnos a Ushuaia no se discuten aquí. En la guerra como en la guerra, dicen.
Nos remitieron a Ushuaia para no fusilarnos, dicen.
Pretendían contagiarnos sus temblores y, para esto, nos arrojaron desnudos sobre la nieve. Y ni hubo caso.
Ser presidiario, al fin, no es el destino del hombre. Y menos es su destino ser carcelero o jefe de policía".
Pacheco escribe como se escriben un himno, una epopeya. En el fragmento en que puntualiza la razón específica de su envío al penal, señala: "Arrebatado de un mitín por pedir la libertad de nuestros presos sociales... aún me sentía sacudido por un viento luminoso. Éramos 80.000, llenando calles y plazas, desde el Paseo Colón hasta las escalinatas del Congreso. Y volaban las enseñas".
Y siguiendo su narración: "Ésta es mi Ushuaia; el rincón más frío de la Argentina, adonde somos echados todos aquellos para quienes la patria no es madre, sino madrastra".
"Basta con estos recuerdos. Estaban en mí, quemándome; hasta que los manoteé y los arrastré a estas páginas. Pero no se arrastra el fuego. Verás al leer: mucho se me hizo humo".
González Pacheco relata las condiciones del viaje en el barco que lo llevaba, pero en ningún momento abandona las imágenes poéticas, cosa que difícilmente se repetirá en testimonios de presos políticos posteriores: "Para más seguridad, nos encerraron a popa, en la carbonera, a todos los presidiarios. Pequeño el barco, y el piso móvil y oscuro, íbamos como en el seno de una tormenta".
"Un día, por fin, a los muchos, nos abrieron la escotilla. El aire, la luz, el cielo (tres aves) bajaron a nuestra cueva".
"Nosotros somos del llano. Calculad nuestra sorpresa a la luz de los canales fueguinos".
"Después... Nos volvieron a la popa a los presidiarios. A nuestra nube de hollín. Hasta Ushuaia".
Sin embargo, pese al sesgo poético, Ushuaia era Ushuaia y los tonos tenebrosos comienzan a deslizarse: "A estribor se acuna el bote que nos debe llevar a tierra. Bajamos y nos conducen.
Tierra, para el caso, no es más que un modo de decir. Todo allí es nieve: el suelo, el viento, los bosques y las montañas.
¡En marcha! gritan. Marchamos. Resuena el piso y nos huye. Juega a hacernos zancadillas. Un juego como a la taba, a caer de cara o culo.
Caemos, no sé cuántas veces hasta hacer las treinta cuadras que hay del puerto hasta el presidio. Y sobre cada porrazo, el fusil del centinela, que nos apunta. Y el grito: En marcha, en marcha, marcha.
Con los brazos abiertos como alas rotas, marchamos".
Todavía González Pacheco no sufrirá torturas particulares que se propusieran arrancarle confesiones ideológicas o delaciones, como las que se descargarán en etapas ulteriores; pero reseña un episodio de brutalidad primaria y animal, sanción a una desobediencia: "El conscripto llegó allí a cumplir diez años, por una insubordinación en Campo de Mayo. Al empellón de un sargento había respondido con una lluvia de planazos, con su machete.
Todo lo que supe fue que era un gauchito entrerriano, de las selvas de Montiel. Y que, al empellón de un bruto, había respondido con una lluvia de golpes con su machete.
"¡Silencio, silencio, silencio!". Es la voz del celador que manda callar, dormir. ¡Si pudiera! Echo el cuerpo en las rodillas y me largo al sueño...
Hasta que se alzó aquel grito. Qué desolación, señor, y qué pudor, y qué miedo ululó aquel alarido: "¡Mama!"
Pegué con la cabeza en el techo, metí la cara hasta las orejas por la mirilla: ¿Qué hace?
Y el centinela me abocó su mauser: "¡Silencio, silencio, silencio!". Y llenándose la boca con una lengua de perro: "¿No ves que es el guapito ése?... El nuevo que llegó hoy... Lo están ?moviendo? los viejos..."
¿Comprendéis, madres? ... ¿Madres que paristeis machos?... Lo violaban. ¡Lo estaban haciendo hembra!"
El trabajo obligado que le tocó a González Pacheco fue el aserradero: "Entre ese mar que es pirata y aquella montaña blanca como holocausto, funciona el aserradero. Allí trabajamos los forzados. Volteamos robles y hacemos leña. ¡Mucha leña para tanto frío!"
"...Estos árboles de Ushuaia eran también presidiarios. Presidiarios de plantón. Presos de arriba y de abajo, por el hielo y por la nieve. Mas, barajé que ésa era la libertad. La libertad en la Argentina. Una selva congelada".
Los castigos que se propinaban en el penal marcan ya precedentes: "El palo, el plomo, el plantón, son las tres bombas de tiempo que te mantienen en vilo. Nunca sabes ni por qué ni cuándo van a estallar. Tampoco están en el orden en que yo las enumero; su marcha hacia el estallido puede también alterarse. El resultado es el mismo: el plantón, el plomo, el palo.
El garrote va a tu lado; te señala la tarea en que has de emplearte; te vigila. Distante cinco o seis metros, el fusil, que tú has visto gatillar, te apunta por si el del palo te erra. Pero lo que ya es difícil, casi imposible, es que del plantón escapes.
Porque éste se da por una simple mirada, que siempre se te interpreta como de protesta o de odio; o por encogerte de hombros cuando te insultan; y hasta por resbalar en la nieve y darte un golpe. ¡Plantón! Ocho o diez horas a la intemperie y de noche. De este suplicio, cuando se termina, te sacan tus compañeros en sus brazos o a la rastra".
Y así describe Pachecho una de sus experiencias como sujeto de represión: *Estoy en penitencia en el "triángulo". Esto es, de plantón, bajo la nieve, dentro de una garita con esa forma. Lo que no sé es cómo han hecho para hallarla a mi medida: justa por todos lados; hasta en el ventanuco que me enmarca el rostro. Parece mi ataúd.
Empiezo a sentir frío. Un frío en ráfagas, que me desnuda a tirones. Congelado. Un frío de bolsa de hielo.
¡Si me pudiera dormir...! Pero es como si arrastrara bajo los párpados toda la luz de los témpanos. Flamea y me quema, dentro del cráneo, el paisaje. Blanco, blanco, blanco. Soy una copa de escarcha.
Me hundí, me dormí de pie. Me despertó el centinela. Zamarreaba mi ataúd."¡Eh, vos! Callate. No se puede cantar".
Quién sabe si Pacheco cantaba dormido. Pero es cierto que para Ushuaia valía aquello que plantea Primo Levi refiriéndose al campo de Monowitz: "En este lugar está prohibido todo, no por alguna razón oculta, sino porque el campo se ha creado para ese propósito".
Personaje omnipresente, el centinela vigila con estas palabras de Pacheco: "El centinela, en Ushuaia, es un máuser con un dedo en el gatillo. Un fusilador que os mete, antes que su balazo en el pecho, su intención fusiladora en el alma".
"Se apodera de su víctima en el puerto. De aquel primer desconcierto, que fue tu primer porrazo, te sacó él apuntándote... "¡Marche!". Y tras de ti marchó el fusil gatillado.
Después... Lo inaguantable, hasta hacerse una obsesión de gritar, es él; él, acañonado a tu vida, a tu nuca o a tu frente.
¡Siempre! Hasta la asqueante letrina donde la puerta, cortada transversalmente, deja tu rostro en la línea de su fusil gatillado".
González Pacheco logró salir vivo de Ushuaia y continuó su lucha en distintos escenarios. Pero en esta saga de Argentina y censura, Argentina y prisión política, otra resistencia harto diferente será la que nos narren Nosotras, presas políticas, avanzados los 70, desde un penal "legal", Devoto. Las oiremos en una próxima.
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