CONTRATAPA
› Por Gloria Lenardón
No sé qué es lo que más llamaba la atención, si el brillo de las flores, o lo parejas que estaban, o que no había nada marchito, era un jardín en su mejor momento, parecía haber florecido con un cronómetro: ¡Ya! Y las plantas habían reaccionado todas juntas con un tamaño y un color idénticos. Sin embargo, pese a los tallos duros, algo helado las aplastaba, las idiotizaba un poco, el viento movía el césped y a ellas no, ellas estaban estacadas. Me acerqué y vi que el cuadrado de tierra estaba bien trabajado, bien regado, salvo algunos lugares ralos, el césped crecía tupido. Donde no había nada desparejo, ni nada que alterara nada era en las plantas. El jardín, las plantas, las flores, el jardín entero artificial ¿Por qué ofrecer a los que pasan el espectáculo de flores resecándose?, flores de plástico, en ese rincón de la ciudad donde el sol actuaba suavemente sobre las veredas arboladas, el jardín se aseguraba su florecimiento perpetuo, las flores estaban ahí para durar, no para marchitarse.
Callao es la calle de las flores en cantidad, Rosario descarga en ese mercado cantidades diarias, en los canastos las flores se amontonan como en un tarro lentejas. No hay un momento, de la mañana o de la tarde, que no esté atestado de flores frescas. Al que le guste bañarse en perfume que entre en cualquier local, todos ofrecen lo mismo con el mismo precio, ¡va a meter la nariz donde corresponde! Pero en la esquina de vidrio del piso al techo, la cosa cambia completamente, hay muchísimas flores, sí, pero no hay una gota de perfume.
Las flores artificiales abarrotan la vidriera, unos corazones rojos, autoadhesivos, tientan a los sentimentales, para los sensibles a lo duradero en vez de la flor de un día están los pimpollos de telas de nylon, hay ramos de novia, centros de mesa, adornos, hechos con rosas, narcisos, sterlitzias, calas, sobre todo rosas, las flores pintadas y abiertas del todo juran durar para siempre. Ese día, en la puerta, un cartel promovía un curso de pirograbado por una profesora de apellido Ramos, detrás un helecho se suspendía inmóvil como una araña que quiere atrapar moscas.
El Erdosain de Arlt fantaseó una rosa de cobre, sus ideas revolucionarias incluyeron una rosa inalterable, Erdosain encontró la fórmula por medio de sus combinaciones alucinadas de inventor: se toma una rosa y se la sumerge en una solución de nitrato de plata disuelto en alcohol. Luego se coloca la flor a la luz que reduce el nitrato a plata metálica, quedando por consiguiente la rosa cubierta de una finísima película metálica, conductora de corriente. Luego se trata por el común procedimiento galvanoplástico del cobreado...y, naturalmente, la flor queda convertida en una rosa de cobre. Tiene muchísimas aplicaciones.
Efectivamente las tuvo, la rosa de cobre de Arlt fue trabajada y blindada por González Tuñón.
Las flores artificiales dominan los cementerios argentinos del norte, las tumbas cavadas en las laderas peladas de las montañas, arden al sol, ninguna flor cortada en un jardín sobreviviría a la ofrenda por muchos minutos, bajo esas condiciones las flores artificiales son las únicas que soportan, las que se animan se enganchan a las coronas de las cruces y acompañan mucho tiempo al muerto. En general resaltan las naranjas y rojas, pero hay una gran variedad, y aunque incluyen colores que se blanquean fácilmente en el aire reluciente y seco, todas se ven brillar de lejos en ese resplandor. Pero para acercarse a los muertos y sus coronas de Trancas o Matancillas u otros pobladitos en Salta donde los cementerios son más coloridos que el puñado de casas de las dos o tres calles escarpadas, hay que conseguir autorización, porque están en territorio de propiedad privada, los pobladitos enteros quedan atrapados dentro de la propiedad privada. Si no existe esa autorización, y aunque uno se muera de ganas, no es posible intimar, ni siquiera por unos segundos, con el alma colorinche del cementerio del lugar. Las flores de nylon en Iruya sí están al alcance de la mano, llenan el cementerio que cuelga de la montaña, parecen reales y puestas para animar las piedras: un oasis dentro de un cementerio.
Lejos de las montañas de los pueblos del norte, en el macrocentro de Rosario, en una casa de unos diez años, muy bien pintada, una casa que pone tanto cuidado con las paredes como con el jardín para salvarse del deterioro, las plantas miran al sol de frente, a nadie se le ocurra buscar nada marchito por ningún lado, las flores flotan en su material inalterable y como complacidas de batir un récord, es el jardín menos atacado de Rosario, ni gatos ni perros se le acercan, sin hormigas, sin mosquitos, la que se ocupa de él sólo tiene que plumerearlo. Y debe hacerlo muy seguido porque las flores están listas para que las miren los que pasan, y si no aguantan una segunda mirada entusiasmada es porque se recibió su sintético como un plumerazo en la cara; la que no tiene dudas es la que se ocupa del jardín, me dijeron en la esquina que es la dueña de casa. Su determinación deja pasmado, a mí qué me importa, qué primavera ni qué invierno, lo que tiene que estar florecido tienen que estar florecido.
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