Domingo, 13 de diciembre de 2009 | Hoy
Por Jorge Isaías
Cuando pienso en mi padre, ese hombre silencioso, altivo, arbitrario y en extremo irascible casi no lo pienso como mi padre, porque su relación con el mundo era de rechazo y conflicto, a veces incluida su propia familia. Algún sufrimiento muy grande, algo verdadero y definitivo alguna vez lo marcó para siempre o, era una sucesión de heridas que se acumularon en su sangre hasta producirle un hiato que no tenía forma de suturar, sólo estar, sólo permanecer, sólo sangrar por esa herida como si fuera única.
Alguna vez habrá tenido "una edad misericordiosa", dijera el "Cholo" Vallejo, para aislar un rasgo de humanidad, alguna vez alguien pudo rescatar un poco esa figura lejana, de presencia siempre esquiva y huraña.
De todos modos no se puede negar que alguna vez tuvo alguna alegría, como por ejemplo cuando se aproximaba el tiempo de la cosecha fina, como se le decía a la recolección del trigo, que comenzaba casi puntual, a principios de noviembre. El, mi padre, iniciaba sus preparativos que comenzarían justo un mes después ya que iba a la provincia de Buenos Aires, al "Sur" como gustaba decir. Allí por ser zona un poco más fría el trigo se sembraba después y se cosechaba también después como es obvio.
Aproximándose el fin de año, casi a finales de noviembre, mi padre aumentaba su ansiedad, de suyo muy marcada siempre, esperando el telegrama que lo citaría para comenzar la cosecha. Eso lo ponía en una situación que oscilaba entre la euforia y el malestar, hasta que finalmente el día esperado llegaba y entonces en un horario extemporáneo, llegaba también el eterno cartero, Pepe Faravelli, quien aproximaría primero su gorra entre las ramas de las tamariscos, y luego su bicicleta de anchas ruedas italianas y antes de llegar a la vereda alta, cubierta de gramilla pegaría el grito:
¡Isaíasss, telegrama!. Así estirando la ese final y dándole como con un martillo el acento equivocado.
No resulta para nada relevante aclarar que cuando Faravelli traía el telegrama donde la familia Trentini (Albino y Rafael, dos hermanos) lo citaban un día equis en la estación de González Chávez, él, mi viejo sólo tenía que cerrar esas dos correas de cuero que abrazaban esa inmensa valija y disponerse a partir.
Esa valija que sólo usaba para esa ocasión y que aún descansa encima de ese gran ropero, ahora para siempre. De esa gran valija traería y nos acercaría con un gesto falto de teatralidad, un género para un vestido de mi madre y una camiseta de Rosario Central para mí, o un par de botines o una pelota de fútbol. Pero sería ya pasadas las fiestas, y muy cerca del día de reyes y a veces regresaba varios días después. A mi padre le gustaba el mar, entonces visitaba a mi tío Kelo, quién vivía en esa época en Punta Alta y aprovechaba el regreso para visitarlo y darse un chapuzón.
De una de las pocas cosas que se jactó en la vida, una fue ésa: su habilidad para nadar.
No muchas cosas recuerdo de él, y a veces, todo cuanto recuerdo de él es en los mediodías cuando mi madre me mandaba a la vereda para ver si venía del trabajo, es decir de los galpones de la Cooperativa Agrícola Federal, para entonces sí echar los fideos para la sopa cuya agua hervía en un gran olla de hierro fundido, sobre la amorosa cocina económica. De lejos lo conocía por su caminar a grandes trancos y con la cabeza gacha, mirando el suelo. Forma que hemos heredado con mi hermano y producía el fastidio sonriente de nuestra madre que al vernos salir nos recomendaba no mirar al suelo, que no van a encontrar plata, nos decía.
Esas cosas recuerdo de mi padre, con mayor insistencia cuando me veo más niño y más desprotegido. Cuando yo era una breve hoja a la intemperie.
Algunas hilachas de recuerdos me lo traen de pronto joven y sonriente subido a una alta cosechadora (para mi recuerdo niño mucho más alta, tal vez, que en la realidad) o, cuando saca unas monedas del bolsillo y me manda a comprarle el diario a la estación del ferrocarril, al paso del tren que venía de Rosario e iba hasta Río Cuarto. Y allí un canillita hacía su reparto desde, una de las ventanillas. Recuerdo que llevaba inmensas pilas de diarios y revistas en los dos asientos enfrentados, los jueves debía comprarle también "El Gráfico".
Estaban además los días de caza o de pesca, una aventura inmensa para mí, porque andar por el campo me gustaba tanto como a él, aunque yo tuviera que contentarme con mi gomera de espantar pájaros, porque él era muy remiso a dejarme tocar las armas de fuego. Alguna vez permitió que yo tirara con su 32 largo, Orbea, contra alguna lata vacía que poníamos a manera de blanco sobre el poste de ñandubay que sostenía los hilos tensos del alambrado. Arma que mostraba orgulloso a la escasa gente que nos visitaba.
Era un hermoso revólver, que él había comprado con el niquelado en avería, pero que había hecho empavonar en la casa Sachetti, de la calle San Luis, en Rosario.
Mi fiel e infatigable perro no se perdía estas incursiones que aprovechaba para perseguir todo cuis que se nos cruzara por el camino y revolcarse sobre las osamentas, juntar sobre su pelaje blanco sin prestigio ni heráldica los abrojos, las "cola de zorro" que se le adherían inevitablemente. También me subía a esos destartalados camioncitos de entonces (de Roque De Vincentis o de Armando Bellini) para acompañar con otros hinchas y alentar al equipo cuando nos tocaba de visitante. Allá íbamos eufóricos y volvíamos felices si ganábamos. Algunos rostros vuelven en ese traqueteo inclemente del vehículo por los caminos de tierra, con el polvillo y el sol dándonos en los ojos: Armando Mateucci, Fermín Castillo, mi tío Berto Spagnolo, "Tubito" Barco, Roberto Vega, Roberto Escudero, Justito Pezzino y tantos otros que se tragó el olvido irremediable.
De mi viejo me quedan también algunas frases, que yo repito, cuando viene al caso, siempre citando la fuente como corresponde:
"Se me ató la rama" solía decir cuando algo se le complicaba, o "tiene la rueda descentrada" o, "no es muy seguro para la carambola", cuando alguien no estaba en sus cabales o no era confiable.
Sobre todo una anécdota que había leído y siempre repetía, cuando venía al caso, claro de un boxeador cubano, campeón mundial de los años veinte, que respondía al nombre de Kid Chocolate, evidente seudónimo para el ring, y ganó mucho dinero, y al parecer se patinó un millón de dólares de entonces en menos de dos años.
Terminó abriendo coches en la puerta de un hotel lujoso en una calle de Nueva York. Cuando un antiguo admirador, lo reconoció y ante su sorprendida pregunta si era el mismísimo ex campeón mundial y qué hacia allí, en menester tan humilde. El morocho se encogió de hombros y le dijo con tristeza resignada:
¿Sabe qué pasa amigo? Me enteré tarde que en este país nadie se divierte gratis.
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