CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
La casa ya no existe. Fue tirada abajo y no quedan sino algunos escombros entre los altos yuyales bajo un pequeño montecito de acacias salvajes, un par de higueras, tal vez del mismo origen, y, un alto sauce cuasi centenario, que es o debe ser, con seguridad, lo único que queda de la antigua doble hilera que venía del camino y directamente desembocaba en el patio.
Si la casa no existe, sólo yo estoy en condiciones de reconstruirla. Yo, o el "Pichón" Bucelli que la habitó casi treinta años.
Si empezamos por la cocina tenía una ventana que daba al sur, y debajo de ella un gran cajón de madera pintado de verde, que oficiaba de depósito de marlos para la brillante cocina económica, una Carelli Nº 2, que se fabricaba (y tal vez se siga fabricando) en la ciudad de Venado Tuerto. Si uno miraba por esa ventana, lo primero que veía era esa construcción de varias casitas para los ponedoras y las cluecas, una larga hilera de dos pisos, y un poco más allá los enrejados de palo que hacían de gallinero, todo debajo de un montecito de paraísos copiosos, y allá junto al alambrado que limitaba de un alfalfar fragante, lleno de florcitas blancas, las dos casitas de esos inmensos perros guardianes: el León (negro, mandíbula inmensa, tal vez una bull dog, y el Capitán, un hermoso "manto negro" de estilizada y vigorosa figura). Estaban -ambos con un collar y una gruesa cadena al cuello, sujeta a su vez por medio de una argolla a un largo alambre que se sostenía por dos estacas de hierro, bien clavadas al piso de tierra. Eran perros guardianes, muy de vez en cuando los soltaban, según me contaron, pero yo siempre los vi atados.
De esa cocina, siempre poniéndose de espaldas a esa gran ventana que traté de describir recién, saliendo hacia el patio, es decir hacia el norte, había tres puertas, a la derecha una que estaba cubierta de una cortina verde y se usaba como depósito de las ricas facturas de cerdo, bien fresca, con su pequeña ventanita que cubrían tres copiosos paraísos. Enfrente la puerta de la izquierda desembocaba en el comedor, que se usaba solamente para las grandes ocasiones.
La otra puerta daba hacia una habitación de paso hacia el patio, y con otras dos puertas que comunicaban a dos habitaciones más.
En ese espacio había un baño, y afuera una bomba de mano, con una pileta de portland donde se ubicaba un pequeño jarrito de aluminio, para beber agua.
Ya en el patio, algunos fresnos daban sombra y a la vuelta, hacia la izquierda y sin comunicación directa pero en el mismo edificio la habitación de los arneses, donde una pequeña cama de hierro y un baúl de inmigrante, daba refugio al lombardo Francisco Cantoni y a quien todos llamaban "Chiquín", mezcla de mensual y protegido. Enfrente, el galpón para depósito de bolsas de cereal. Yendo hacia el este, y siempre en la misma construcción, el garaje donde se guardaba un pequeño tractorcito "Pampa", con el color verde original de fábrica y un Ford T a bigotes, pintado de verde mugre, un verde casi color tierra, un verde muy triste, un verde muy solo ¿o era negro, como ordenaba su inventor John Ford? Se mezclan aquí los recuerdos. Pero eso, ya, carece de verdadera importancia.
El espacio de la quinta, todo verde, todo fresco, estaba justo frente a la casa cruzando el patio que orillaban los limoneros y las mandarinas. Esa quinta estaba siempre rezumando agua, no se si provista por un caño desde el molino cercano, o bien con una bomba de mano en el mismo centro de la quinta, entre tomatales, pimientos, tomillos, zapallitos y repollos. Pero me vuelve siempre en el recuerdo de ese breve charco, producto del riego tal vez excesivo donde merodean abejas y mariposas. Una nube de mariposas blancas y amarillas. Esa quinta estaba rodeada por un alto tejido en todo su perímetro, pero no era muy breve.
Hacia el monte, el corral de los caballos que se usaban de tiro, de los llamados percherones, robustos y rústicos, con los garrones peludos, llenos de abrojos y restos de barro seco. Más allá el potrero de alfalfa donde pastaban al atardecer, hasta ser nuevamente encerrados en el patio, con sus grandes bebederos, junto al molino, con su vástago golpeando, sus inmensas aspas que el viento movía a voluntad. Su estrecha escalerilla que atraía como un imán, porque desde allí se veía todo más hermoso: los sembrados, los chiqueros, los potreros, y el techo de la casa donde un molinillo nervioso proveía fluidos eléctricos a una batería que llamaban "acumulador" y servía para cargar electricidad a la radio.
Inútil repetir que en esa chacra pasó lo mejor de mi vida, mis primeros doce años. Me llevaron allí de bebé porque mis padres eran juntadores de maíz, y en esas jornadas de meses vivíamos allí.
En el centro de la troja de maíz se elevaba un mástil de hierro altísimo, con su cable de acero para el carrito volcador de espigas, y a lo alto un trapo blanco, atado a una caña, que llamaban "la bandera" y se usaba para ser izada cuando el mediodía llegaba y había que cortar el trabajo para almorzar, Pero en mi caso se usaba también cuando yo lloraba como un chino y entonces llamaban a mi madre para que me diera de mamar. Como ven, fui siempre celoso con mi estómago, tal vez de allí nació mi ansiedad. De la espera hasta que mi madre rehiciera esos 300 o 400 metros que la separaban de la casa y que trataba de acortar con pasos ligeros.
De la hilacha más supina parte este recuerdo. Allí se reúnen: el molino, la quinta y la puerta de la tranquera del corral, desde donde se estiraba un solo hilo de alambre de púas para inducir a la tropa de caballos hacia el potrero donde pastaban hasta el atardecer y luego se los volvía a su lugar, donde dormían, frente a los bebederos. Como ese hilo era atado al poste de la quinta y luego quitado ya que era el camino a las parvas, un día tropecé con él y di con mi rostro distraído, ya que montado en mi indómito corcel de caña era en ese preciso momento perseguido por toda una tribu de comanches. Reboté literalmente y con el rostro sangrante. Empecé a llorar y gritar, fruto más del susto que por la breve lastimadura en la mejilla izquierda. Si hubiese ido mirando hacia el frente me habría evitado el susto, ya que conocía de sobra su existencia. "Pichón" y Domingo, que controlaban el desenfrenado tumulto de la caballada ya que olían pasto fresco me auxiliaron enseguida. Domingo me llevó ante la tía María quien me hizo las primeras curaciones y "Pichón" corrió hasta el mástil de la troja a levantar la "bandera" para avisar a mi madre. Era mediatarde y ella se preocupó bastante y vino corriendo. Al final, no era nada, sólo un susto y una breve cicatriz en la mejilla izquierda, que a veces se deja ver. Es decir no dejó ninguna consecuencia.
Pero la herida del alma, la que se siente en brasa viva cada vez más cuando recuerdo aquella casa que hoy no existe y mi vida feliz allí; en los primeros cabales, doce años de mi vida, eso ya no tiene retorno. Como supo rematar un poema Facundo Marull: "y es triste, en verdad, es triste".
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