Domingo, 10 de enero de 2010 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Qué sensación de bienestar, de serena alegría, se obtiene en la lectura y más aún en las relecturas de los ensayos de Montaigne. Además esa impresión que parece decirnos que escribir es algo que puede hacerse con tanta naturalidad, diríamos que sin esfuerzo alguno. Allí, en su Torre de Marfil, (concepto que después sería utilizado como un pecaminoso alejamiento del mundo) Montaigne escribe sus ensayos, que además de ser el acto fundacional de un nuevo género literario, es algo que no ha tenido sucesores, por admiración que tengamos por otros ensayistas, comenzando con Bacon que fue el que lo siguió en esa cronología de la historia de la literatura que es probable que tenga mucho de historia pero bastante poco de literatura. Para Montaigne esa Torre de Marfil era todo lo contrario de alejarse de lo que pasaba en su entorno.
Al contrario, Montaigne desde su torre (que era un sector de su castillo) logró hacer una de las más notables indagaciones sobre la condición humana, una formidable pintura de lo que es el ser humano. Es cierto que se indaga lo imposible, pero nadie ha podido llegar tan lejos como él llegó. Es asombroso, si es que todavía subsiste el asombro, pensar en esa torre para la cual Montaigne había dispuesto en un primer nivel su dormitorio, en el segundo la biblioteca (en algún estudio se habla de cuáles eran los libros que tenía el creador de los ensayos, pero no puedo recordar dónde); en un tercer nivel, el más alto, era el que utilizaba para escribir sus ensayos y muchas de sus cartas. Desde la página inicial, Montaigne se expone con sinceridad: "Quiero mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin contención y artificio, porque es a mí mismo a quien pinto. Mis defectos se reflejarán a lo vivo y en forma ingenua. (") Así, lector, yo mismo soy el asunto de mi libro".
Al indagar con sorprendente sinceridad su ser, Montaigne ofrece un retrato, pienso que nunca igualado, de eso que llamamos condición humana. Ni tan siquiera Gide en su "Journal" llega a ser tan absolutamente fiel a la verdad en la que indaga. En uno de los ensayos mas breves (aún cuando ninguno es tan breve como la mayoría de los de Bacon, su primer seguidor) dice ser alguien que no tiene memoria. En la traducción de Martínez de Estrada, versiones estupendas, Montaigne dice que "no hay ningún hombre menos indicado que yo para hablar de la memoria. Porque es tan poco la que tengo que no creo que haya en el mundo nadie tan monstruosamente desprovisto de ella." A Montaigne no le preocupa esa ausencia. Me siento como retratado cuando dice que las viejas son muy peligrosas porque recuerdan bien las cosas pasadas pero olvidan las repeticiones.
Y agrega: "He oído relatos muy agradables convertirse en aburridos en la boca de un anciano, porque cada uno de los circunstantes los había escuchado". Es con exactitud la pintura de mi caso: soy un anciano repetidor de una misma historia. Teniendo en cuenta que Montaigne se sentía viejo y murió a los 59 años, yo que estoy recorriendo el camino que acaso llegue a los 75, soy un caso más temible. Lo saben bien mis amigos de este diario en el cual escribo desde febrero de 1995: lo que dije en aquel entonces lo sigo diciendo ahora. Montaigne ignoro de qué manera me calificaría. Pero puedo imaginarlo. Recuerdo haber llegado a Montaigne por algunos escritos de Ricardo Sáez Hayes, no por el libro que dedicó al autor de los ensayos (nunca lo conseguí) sino por trabajos periodísticos que publicaba con frecuencia en el viejo diario "La prensa" y por los dos tomos de sus memorias. En la biblioteca de Jorge Vila Ortiz estaban los dos tomos de los ensayos, traducidos por Constantina Román y Salamero, que se publican en los tan inolvidables volúmenes de la Casa Editorial Garnier Hermanos; entiendo que esa es la primer edición en español de los ensayos. Es esa misma edición que luego sacará Aguilar, corregida por Ricardo Sáez Hayas. La de la Editorial de los Hermanos Garnier data de 1898 y en 1912 una reedición que es la que tengo; de la de Aguilar es de la década de los cuarenta.
Estos dos tomos publicados por Aguilar tienen un particular significado para mí. Habían sido de Alberto Corvalán, uno de esos periodistas de excepción que tuvo la ciudad. Tiene rastros de las tantas lecturas que había hecho Corvalán; apuntes a mano, recortes de diarios entre sus páginas. Cuando comencé a trabajar en la Capital, en 1958, ya Corvalán no estaba. Fue por Gardelli y Diógenes Hernández que lo conocí. Estuve conversando con él en su cuarto de trabajo, un espacio angosto, con los libros en una biblioteca sobre una de las paredes. No era la torre de Perigord, pero Montaigne se hubiera sentido muy cómodo si le tocaba pasar por allí. Los años pasaron, esos tres hombres me enseñaron mucho en no demasiado tiempo. Los tres están ya muertos, primero se fue Diógenes, luego Corvalán, y finalmente Gardelli.
Algunos de mis hijos se hicieron amigos de nietos de Corvalán, y fue así (tal vez por algo que escribí en aquellos momentos) la compañera de ese hombre, la abuela de quienes mantienen una ya larga amistad con mis hijos, me mandó de regalo esos libros. A Gardelli le habría gustado esta marginalia a lo que estoy escribiendo. Ninguno de los tres estaría demasiado cómodo con el periodismo que se hace en estos días. Mucho menos con el mundo que nos toca vivir. En el prólogo a una edición mexicana de los ensayos, Juan José Arreola nos dice que fue Montaigne el increíble primer hombre que argumentó seriamente contra todas las formas de crueldad humana. Montaigne, que reconoció como prójimo a todos los hombres, a los orientales lejanos, a los salvajes de Africa y a los recientes pueblos de América, qué nos podría decir de este mundo donde la crueldad ha logrado perfeccionarse de la manera más sofisticada, y resulta ser el paisaje inevitable de todas aquellas esperanzas que apuestan a una convivencia pacífica. Desde el tiempo aquel en que Montaigne escribió sus ensayos, es decir entre 1572 y 1592, hasta este desconsolador siglo veinte y uno (que aún no merece ni tan siquiera números romanos para nombrarlo) el hombre ha progresado notablemente en muchos aspectos, un progreso formidable sin duda, pero de ninguna manera en eso en que Montaigne preconizaba. Y más aún, muchos de esos progresos se han aplicado para poder asesinar con mayor eficacia.
Montaigne conoció, es decir vivió, "por un azar de los tiempos (como lo dice Arreola), a él le tocó presenciar uno de los crímenes más nefandos que se han cometido contra la libertad interior del hombre: las guerras de religión". Ése fue el crimen más nefando, sin duda, pero en el siglo pasado en nazismo logró superar largamente todos los crímenes cometidos contra el hombre. Y es justamente el nazismo el que, siendo en esos momentos de su abominable existir, el que pone al servicio del genocidio todo lo que en ese momento disponían tanto en lo científico como en lo técnico de logros avanzados como no se habían registrado en otros países: los hornos de gas fueron un verdadero prodigio de la capacidad pues día a día lograban asesinar más y más seres humanos. Más abominable, creo, resulta el comprobar que las empresas que se pusieron a la servidumbre de Hitler, siguieron trabajando después de terminada la guerra sin molestias de ninguna especie. Estas líneas superan el espacio dedicado a las "contratapas". Por lo cual volveremos a Montaigne en una próxima ocasión, si es que esa ocasión sigue dándose.
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