Sábado, 16 de enero de 2010 | Hoy
Por Miriam Cairo
Pasadizo
Por más que le diga hasta mañana, que nuble el día con un reguero de nubes o le aplique el astro apagado entre las piernas, el hombre no logrará su descanso. Una amapola de esta calaña, rara vez siente la tentación de vivir o dormir como el resto de las amapolas vivientes porque necesita morir de amor a cada rato. Y esto no es un mero asunto de entradas y salidas, sino de deslizar los relieves y la gravedad hacia un punto inubicable.
El hombre puede amenazarla con la rugosa imposibilidad cotidiana y tratar de inducirla al sueño con un sartal de impotencias, pero esas excusas no alcanzan para frenar el flujo de la flor que drena desde el cuerpo hasta el alma.
Aunque el hombre tenga una flauta arrumbada en la memoria y un viento embalsamado en la boca, la amapola mortal, con sólo tomarle un dedo puede provocarse el cataclismo. Y lo sagrado de esta especie es que el cataclismo, en todas sus formas, no es un sobrante de sentido sino una vía de acceso para que el hombre alcance su costado divino.
Urbana
Aquella mujer que perdió las piernas en su último intento de fuga no puede quedarse quieta. Extrae de sí misma un alimento letalmente exquisito y no se preocupa, porque no es azul. No hay que temerle a nada que no sea azul.
Tampoco resulta claro determinar si accede a un cuándo o un dónde en sentido literal, porque lo relevante es la calidez del movimiento que la acompaña.
Esa mujer que cruza por la senda peatonal con pasos concebidos en novelas de capa y espada no entiende al resto de extremidades demasiado lejanas del misterio, demasiado acorraladas en una fuerza de gravedad que las sepulta. Ella no usa sus piernas como meras pisadoras de suelo, porque les ha enseñado a andar por las intemperies aunque le teman a las alturas.
Sus piernas perdidas y recuperadas, entran y salen del mundo con una emotiva mutación que la involucra. Así, proclives a los amores fatales y el rescoldo, proclives al recorrido en espiral y al espejismo, regresan al color del que nunca han salido, como un derrame de aire que se respira para algo más que estar vivo.
Esas piernas como proas de navío, se siguen y se persiguen. Van en busca de un territorio no conquistado, sin otras alas que el intento de hacer de la mujer, el vuelo.
Alimentaria
Quien la observa desayunando en el bar sólo ve una mujer que encima una tostada sobre otra, unidas en el medio por una cucharada de manteca. Si quien la mira es alguien diestro en el arte de mirar, observará la deleitosa parsimonia, el deslizamiento acompasado, la vista aviesa. La mano, el brazo, el hombro, apenas rozan las adivinanzas oblicuas de los pases mágicos. Para quien sabe ver, lo visto no necesita ser descubierto: la desayunadora es una veraneante desnuda tomando sol en el expreso polar.
Quien no es diestro y sólo pasa los ojos por el mundo, apenas verá una mujer en el acto de desayunar, porque mirar de esa manera evapora aquello que se ve: lo mirado no alcanza su desproporción y se reduce a menos que una sombra.
Sin embargo, la desayunadora que mira y se deja ver, tiene otras cosas en mente cuando unta, minuciosa, una tostada por la espalda y la inclina sobre el mantel como una amapola pronta a ser preñada.
Edén
La invitada llega con todas las ideas dentro del cerebro. A simple vista se ve el vestido color lavanda con flores moradas y hojas verdes. A simple olfato se percibe un perfume de azucenas. A simple roce se siente piel de durazno y se oye la voz de camelia. La invitada está llena de cosas que no se ven pero se presienten. Su suavidad es incesante entre los objetos y los modos.
Por inquietudes propias y razones ajenas, olvida que el sillón es para sentarse y que las palabras tienen sólo un poder ilustrativo. Algo se ha soltado en el universo. Quien la mira no puede contemplarla a menos que él mismo se haga contemplación. Quien la respira, no puede respirarla a menos que se haga él mismo respiración.
Cuando el anfitrión tienta con la punta de los dedos el borde de su falda, ella cierra la ventana maquinal de la jornada y ve que quien la nombra no se parece a nadie vivo ni a nadie muerto: es el supremo de la devoración y el vuelo. Es el que en los detalles se olvida de sí mismo. Semejante dispersión es fecundante: al verse desnudo se descubre desmentido.
Tonto sería esperar que después de haberse bebido el néctar de un jardín que es el jardín del mundo, los días por venir puedan tener algo de los días no venidos.
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