CONTRATAPA
› Por Javier E. Núñez
Ya hace tiempo me resigné a no tener el estilo de García Márquez, la inventiva y la erudición de Borges, la precisión de Capote. Tampoco, aunque más no fuera, la dicción gutural de las "erres" de Cortázar; y eso que en ocasiones, frente al espejo de mi pieza, me esfuerzo por imitarlo. Pero de todas mis carencias, la que más me abruma no es ninguna de éstas. Es otra mucho más simple pero igual de insuperable: la berretada de nombre que me tocó en suerte.
¿Cómo se puede querer ser escritor con un nombre como el mío? Un nombre corto, sin musicalidad ni pompa, que deja la boca insatisfecha; no digamos ya la tapa de un libro. Que encima termina con zeta. ¡Con zeta! En un apellido largo "un Velázquez, un Gutiérrez", todavía. Aunque deben acompañarse con un nombre largo, preferiblemente compuesto. Pero en un apellido corto, terminar así, con ese gestito afeminado de los labios contraídos y estirados hacia las comisuras, la punta de la lengua entre los dientes. Hagan la prueba. Busquen un espejo y mirensé al pronunciar mi apellido. Estiren un poquito la z final, para acentuar el gesto facial. Y ahora diganmé que no parecen maricones, con la boquita así.
Listo, pueden recuperar su gesto habitual. Sobre todo porque si alguno es de los que lee murmurando, el resto del texto le va a salir mal.
En fin. Para ser un escritor como la gente hay que tener un nombre que resuene, que quede flotando en los auditorios cuando a uno lo presentan.
Algo parecido a los arqueros de Los Nombres, de Fontanarrosa, o los que pintaban para cracks según Rafael Bielsa en su cuento En el principio era Sarrachini. Un nombre poco común y con muchas letras. ¿Cómo podemos confiar en un escritor, un hombre que pretende vivir de las letras y encandilarnos con ellas, cuando su apellido cuenta con sólo unas pocas? Salvo que esas pocas estén distribuidas de tal forma que se las ingenien para impactar, como Saer, Arlt o Walsh.
En el caso de los escritores, a diferencia de los futbolistas, el nombre tiene que tener una característica más: tiene que hacerse marca. Preferiblemente, tiene que bastar con el apellido. Con los futbolistas eso no pasa: se puede ser López o González y triunfar; la única condición será que el apellido vaya siempre precedido por el nombre o apodo que lo identifique unívocamente ante la afición. La literatura, en cambio, tiene otros estándares. Aún cuando hubiera cuatro o cinco Gelman, la intelectualidad vernácula sería reticente a identificarlos, por ejemplo, como el Yaya, el Pitu o el Piojo; salvo que a veces escriban sobre fútbol y entonces se les pueda decir Negro o Gordo sin mayores inconvenientes.
La alternativa más fácil, entonces, es el doble apellido. Es mucho más fácil cuando te llamás Vargas Llosa, García Márquez, Vázquez Montalbán, Pérez Reverte, Mujica Láinez o Bioy Casares. Aún cuando el primer texto que leas de estos tipos te resulte una cagada, el nombre te va a quedar. Son como algunos vinos: de buena estructura en la boca, carnosos y de buen final. Después están los que impactan desde cierta originalidad, porque no son apellidos de esos que engordan la guía telefónica o las listas de los colegios: un Piglia, Filloy, Saccomanno, Pizarnik, Cohen, Fresán. O los que tienen apellidos comunes pero un nombre que la rompe, como Macedonio, Felisberto, Abelardo. No es lo mismo que llamarse Juan López, José Muñoz, Javier Núñez. O Guillermo Martínez. Realmente hay que ser bueno para triunfar con ese nombre. ¿Cuántos Martínez hay que son escritores? ¿Cuántos más que quieran serlo? Incluso, tal vez, otro Guillermo Martínez. Uno con ambiciones de escritor que después del premio Planeta se haya volado la cabeza, materializando así un crimen imperceptible que no será reflejado en ninguna novela.
Todo esto, que presentía desde chico, lo confirmé hace ya bastante tiempo, un día de profunda miseria, cuando googleé mi nombre. Había obtenido un par de distinciones en unos concursos de cuentos, y frustrado por la falta de inspiración, quise revivir ese segundo de éxito intrascendente para ver si me levantaba un poco el ego. Lo que viene a ser más o menos como que no se te pare con una mina y te pongas a ver fotos de aquella gordita gaucha que tenía el sí fácil después del segundo fernet.
Las entradas eran tantas que entrecomillé mi nombre y le agregué la palabra «cuento» para reducir la búsqueda: no todos los Javier Nuñez, sólo los escritores. Ingenuo. No sólo me creía escritor: me creía único. Encontré uno que incluso tenía un par de libros publicados.
Desde ese día, a pesar de la decepción de saberme condenado al fracaso -por mi falta de talento y la poca visión de marketing de mis padres-, empecé a anteponerle, al apellido, la inicial de mi segundo nombre. La E de Ernesto. Ese nombre que fue como un lastre durante toda la primaria y la secundaria -en esa época era tan fácil divertirse que el segundo nombre de alguien despertaba la risa-, se transformó en una marca de identidad; en la bandera que enarbolaba para diferenciarme de esos otros que se llamaban como yo.
Después de eso publiqué un par de cuentos más en algunas antologías. En todas las ocasiones, lo primero que hice al recibir el libro, fue mirar el nombre en la contratapa y constatar que estaba esa E intermedia que confirmaba que era yo, que no había recibido por error la distinción de alguno de esos otros. Lo segundo que hice, en todas las ocasiones, fue decepcionarme. Esa vocal intermedia tampoco era la solución. El cuento era todo lo malo o bueno que podía ser, con mi nombre o con cualquiera. Supongo que ahí empecé a reconocer que viví equivocado. Que un mal nombre acabará, de todas formas, doblegado por el talento de los que están destinados a la grandeza. Que Gabriel García o Mario Vargas también serían sinónimos de literatura si un apellido se les hubiese caído del árbol genealógico.
Pero igual me gusta pensar que existen sensibles engranajes en la rueda del destino que trabajan para que un escritor inmortalice otros nombres más comunes. Que detrás del talento, detrás de la magia de una prosa envolvente o unas tramas portentosas; detrás del esfuerzo, la constancia y el oficio, hay hilos sutiles orquestando ese triunfo. Que hubo, a lo largo de la historia, decenas o cientos de Borges o Quirogas a los que les gustaba escribir, y que el tiempo los dejó en el camino para que nos llegaran, a su debido tiempo, estos inigualables Jorge Luis y Horacio que conocimos.
Sí, a veces me gusta pensar que el mundo funciona así.
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