Martes, 26 de enero de 2010 | Hoy
Por Irene Ocampo
No sé de quién fue la idea. A cuál de las dos se le ocurrió que tal cosa podía llegar a funcionar. O lo que es más importante, que nos daría un motivo para recordar cuando ya no tuviésemos más anécdotas que las que nos trajeran algunos recuerdos atesorados en la frágil memoria adulta.
Lo que es seguro es que ni Cintia ni yo, pudimos prevenir todo lo que ocurrió esa tarde de maravillas y desastres en medidas similares. Hablo de un vértigo, de una sensación de no poder controlar todas las consecuencias que el desenfreno de la pasión a veces provoca.
La adrenalina tal vez sea uno de los principales incentivos. Uno de los ingredientes que hacía que la situación fuese además de atractiva prometedora de hechos alocados. O no es verdad acaso que cuando algo te amenaza o te provoca un poco de miedo, actuás de otra manera. A mí me pasó seguro. Yo no quise romper uno de los bienes más preciados de ella. ¡Ni loca! Pero a veces la situación te lleva ser más torpe de lo que una ya es.
Esa tarde no estaba en los planes de ninguna de las dos.
Para mí no era más que una jornada de laburo más. Tal vez pintaba un poco más aburrida de lo común. La calurosa mañana dio paso a una tarde de lluvia. Mucha menos gente en la calle. Yo ya me imaginaba que jugaría muchos solitarios en la compu mientras mataba el tiempo entre la espera de que entraran clientes al locutorio.
Y en un momento de esos de pleno aburrimiento la veo aparecer. Con paraguas en mano, un poco salpicada por la lluvia, y con una sonrisa pícara. Cintia salió temprano de la casa, y antes de ir al club, pasó por mi laburo. Me había dicho que no era seguro, que podría hacerlo, pero ahí estaba.
Aproveché para preparar unos mates. De vez en cuando un cliente entraba, se quejaba del clima, pedía cabina, hacía la llamada se iba. Y nosotras hablábamos como si hiciese meses que no nos veíamos. Yo aproveché a preguntarle sobre hockey. Y cuando me habló del momento compartido en el vestuario con todas esas chicas lindas, musculosas, y con sus cuerpos cubiertos del sudor deportivo, nuestras miradas se cruzaron con claras chispas de deseo.
Se hacía más tarde y aprovechamos cada momento en que no había clientes para ir a la cabina de atrás y besarnos apasionadamente. Esos besos eran los más orgásmicos que nunca me dieron ¿o que yo di también? No lo sé. Y cuando alguien llegaba, nos recomponíamos rápidamente. Y yo volvía al mostrador con algo en la mano simulando haberlo ido a buscar. A veces Cintia se quedaba esperando, simulando hacer una llamada y a veces volvía como si no se hubiese podido comunicar.
Y nos reíamos como dos niñas que están haciendo travesuras. O como dos damiselas vergonzosas. O como dos chicas que no pueden controlar el deseo que las atrae más y más.
Miré a Cintia y no lo dudé. Cuando se fue el último cliente que estaba en ese momento en el salón, cerré la puerta y colgué el cartelito "Vuelvo en 5 minutos".
Nos acercamos a la cabina doble. Las manos jugaban con las manos de la otra, entre caricias sensuales y apretujones nerviosos. Los besos se multiplicaron y de repente estábamos sentadas en las dos sillas, las únicas anatómicas que hay en el locutorio.
¿Cuándo la pasión da paso al desenfreno? ¿Cuándo se pierde la noción del tiempo y del espacio? ¿Se puede convertir un instante de disfrute en un desastre total?
No puedo decir mucho más. Todo aconteció muy rápido. Creo que fue la silla de ella la que estaba en peores condiciones. Y a los pocos segundos de darme cuenta de que algo podía ocurrir, Cintia caía con su peso y con el mío. Escuché el triste crujir de su brazo. Estallamos en risas, y claro, ella en un llanto contenido, seco, y yo sin poder creerlo.
La ayude a incorporarse. Recogí la ropa que había quedado tirada por ahí y la ayudé a vestirse. Yo sentía que me miraba con cierta furia. Si estaba quebrada no tendría posibilidad de jugar por el resto de la temporada. Y yo lo único que pude decirle en ese momento fue: "Al menos se salvó el palo".
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