Miércoles, 27 de enero de 2010 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Elisa viste de blanco y es más blanca que el agua toda ella, mientras tiende la ropa sobre la terraza encalada, purísima, sólo tiznada brevemente por algún bleque inoportuno. Elisa ve el cielo como por primera vez y se seca el sudor con su mano izquierda mientras que con la derecha aprieta la ropa en sus puntas con los broches que ha ido sosteniendo con la boca. Elisa canta por lo bajo algo que nunca supimos pero en la siesta suena clara como su nieve de cuerpo macizo pero armónico, sus dientes de blancura de manzana pelada y da clases abajo, en la sala, una vez que ha bajado de la terraza y se ha refrescado y ya huele a violetas y nos apunta con el lápiz marrón de mina roja que es el de corregir y nos señala alguna cosa incomprensible en los diagramas malditos, en las sumas torcidas y las divisones funestas: ella todo lo aclara porque Elisa es blanca como sus palabras y blanca morirá, lejos del sol y del amor bruno y el verano fatigoso que sobre su piel juega apenas y no la pone mestiza ni de mal humor. Elisa es profesora particular y lidia con nosotros, burros que nada saben de quebrados y barrriles comprados para luego ser subdivididos y sumados o restados para llegar a una conclusión bastante estúpida pero que nunca acertamos. Ella encierra con tiza blanca todo en un globo: diagrama de Venn, dice con naturalidad y solo le miro las tetas que se mueven con delicadeza bajo el vestido floreado y son dos animalitos tranquilos que no pretenden alterarnos ni provocarnos dolores abdominales ni sueños nocturnales: están ahí como su voz, como su risa suave, como su tazón de agua con limón con que se refresca y nos convida. Elisa va a morir pronto y no lo sabemos. Morirá de amor intentando salvar a un novio que nadie sabía que tenía y al que le habrá de explotar una garrafa en una siesta infame de infierno y soldadura lo que evidencia que ella estaba con él y nada pudo hacer, salvo salir fuera, correr de un lado a otro llorando con las manos tintas en sangre propia y ajena. Pero ahora es otra Elisa, nuestra Elisa y la disfrutamos: es la Elisa de batón a rayas y pelo atado que hasta hace un rato hemos estado espiando desde otras terrazas para que luego sucediera aquello y entendiéramos por fin, para quien lavaba entonces aquellos pantalones de obrero y aquellas camisas a cuadros viviendo sola en la casona gris, con su ropa interior blanca y módica, sus largos vestidos grises a cuadritos y los toallones con dibujos imperceptibles de patitos. Ay, si pudieramos avisarle que no vaya en esa siesta. Ay, si hubiese sabido de su amor y su ternura puestas en aquel muchacho del camioncito rojo y sus garrafas al pie; ay de no adivinar el futuro ingrato de una mujer que al fin queremos porque es bella, es petisa, ignoramos de su romance y la creemos sola y sin amor y además ha logrado encariñarse con nosotros, bestias de monte y que nos quiere al punto de su voluntad de pretender ir a vernos en los partidos fundamentales y estarse allí, solita, paradita, tomando una naranjada, mientras luchamos por ella, hermosa mujer sola sin hijos, tutora de nuestros desastres matemáticos y ella misma una brújula donde caer; una tómbola de buen augurio, la perinola que sale siempre a favor y el recuerdo de una boca sin pintar y unas uñas de monja y unos besos limpios en la mejilla al encontrarnos y alegrarse de verdad por nuestros magros progresos en las clases. Ay, de haber sabido que el gas es artero y la presión sobre el hierro produce estallido no hubiésemos ido ese día, cosa de alterar el tiempo y como en dominó propiciar otras acciones venideras, salvo que fue en la siesta a la casa de él a estarse seguros con el ventilador silente, y la cama fresca de casa limpia y el amor negro y firme en los ojos y en el pelo de él. Elisa es blanca, viste de blanco y en la sombras ahora la vemos manchada por las tiritas de madera de la cortina que le pegan suavemente en la cara y que son un anticipo de la explosión del devenir. Ella, Elisa, la que nos ha enseñado sobre el amor sin nombrarlo, ella, blanca, purísima, abierta como una caja de paño y sabiduría, tan chiquita, tan empequeñecida luego en su cajoncito que se llevaron al Parque donde sabemos está pero nadie se atreve a llevarle ni una rosa blanca ni un capullo de estrella de nieve. Sóolo nuestros cuadernos, inútiles ya, pues hemos rendido todos bien pero de nada sirven más que recordarnos que Elisa ya se fue con su sonrisa de jazmines hacia otras terrazas.
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