Martes, 2 de marzo de 2010 | Hoy
Por Luciano Trangoni
Dos mujeres viajan en un Peugeot blanco, atravesando la ciudad de Rosario de sur a norte. La dueña del auto debe andar por los cuarenta. La otra es bastante más joven; veintitrés, veinticuatro a lo sumo. Acaban de conocerse en el casino, donde la de cuarenta ha ganado más de trescientos pesos. Ambas bebieron tequila antes de subirse al auto. Ahora la de cuarenta conduce con asombrosa calma mientras fuma un cigarrillo arrugado.
"Quince metros caminó el Gaspar ése con el cuchillo clavado en la espalda -dice-. Quince metros. Pero si hubiera estado mi viejo nada de esto hubiera ocurrido. Si hubiera estado mi viejo lo mataba de un tiro en la frente. Y qué digo en la frente; en los huevos. Si hubiera estado mi viejo lo reventaba de un tiro en los huevos.
La más joven escucha o finge escuchar, pero abre los ojos como si se hubiera quedado dormida en un cine. No sabe con certeza si está cansada o nerviosa, observando los relojes del tablero sin alcanzar a reconocer cuál es el velocímetro.
-Pero mi viejo no estaba, claro -continúa la otra-, y además no había un arma en la casa, o no había un arma de fuego, quiero decir, porque cuchillos había. En la cocina había un montón de cuchillos.
La luz del semáforo las detiene en la esquina de San Martín y 27 de Febrero. Una criatura diminuta sale de las sombras cargando un bebé o un cachorro envuelto en una manta, se acerca a la ventanilla y les muestra un hueco en la palma de la mano.
-No -dice la de cuarenta con toda su cara, sus dientes, arrugando un poco la nariz, moviendo la cabeza hacia los lados.
Luego se oye una vocecita, algo que la joven no alcanza a comprender porque ya la criatura se funde en la oscuridad de la que acaba de salir.
-Cuando el Gaspar ése se enteró de que mi hermana estaba embarazada, hizo un escándalo -dice antes de poner primera y arrojar el pucho por la ventanilla-. Dijo que de ninguna manera se haría cargo del asunto, que quién le aseguraba a él que el bebé fuera suyo. Y vos te imaginarás... Mi hermana llorando como una pelotuda: es tuyo, es tuyo, es tuyo, te juro que es tuyo, mientras yo subía el volumen de la tele para no escuchar más su llanto desquiciado, su miseria. Y ella que suplicaba y suplicaba, pobrecita.
La joven saca un espejito de su cartera y en él se observa sin gustarse. Los labios pintados de rojo le agigantan la boca. Parezco un payaso, piensa y aspira todo el aire que le entra por la ventanilla.
-Pobrecita -sigue la de cuarenta-, ciega estaba mi hermana por el Gaspar ése. Pero la cosa tenía que terminar de algún modo, y la segunda noche de aquel calvario lo veo al Gaspar que sale del cuarto de mi hermana abriendo la puerta a lo guapo, y, como si nada, saludó a todos los presentes y encaró para la calle. Y ni mi madre ni mi abuela dijeron nada. Calladitas las dos viejas como dos sordomudas.
La joven se cruza de brazos y mira de reojo su reloj pulsera y recuerda que debe regresar a su casa antes del amanecer, antes de que sus padres se despierten. Pero todavía me queda algo de tiempo, piensa. No mucho, pero algo me queda. Después se acomoda en la butaca y se dispone a contemplar la fugaz arboleda nocturna a través de la ventanilla. Cada sombra junto a un árbol es un fantasma de hielo, piensa, y se deja despeinar por el viento.
-Si hubiera estado mi viejo, se le habría plantado en la puerta y le habría apretado los huevos -se excita la de cuarenta-, y no habría abierto la mano hasta convencerlo de que se casara con mi hermana y se hiciera cargo de su hijo, como corresponde a un hombre. Eso habría dicho mi viejo. Como corresponde a un hombre. Pero él no estaba y de pronto, no sé cómo ni por qué, yo tenía abierto el primer cajón de la mesada, y ahí estaba, como esperándome, la cuchilla de mango blanco que usaba para sacarle la grasa a los bifes. Y la vi, y me dije: es ahora o nunca. Y ahí nomás se la di al Gaspar ése.
-No tengo mucho tiempo que digamos -dijo la joven.
-Ya lo sé. Ya lo dijiste.
Toman por Santa Fe hasta Callao. Ahí doblan hacia la derecha y a la joven se le ocurre que quizás en el Peugeot haya un disco de Charly García, pero no se atreve a preguntar. Siguen por Callao hasta la estación Rosario Norte, y ahí a la izquierda por debajo del puente. Después, Ingeniero Theddy y todo por abajo bordeando el río.
-Al bebé le pusieron el nombre del abuelo: Héctor, y yo me enteré de todo esto cinco días más tarde, el día en que me agarró esa gripe en la cárcel y mamá, no sé por qué, se dignó a visitarme y mientras me preguntaba cómo andaba y me contaba, con una naturalidad que llegaba al escándalo, que Gaspar ya estaba mejor, que había ido a casa a conocer al bebé, y que mi hermana estaba tan feliz... En cuanto salga de acá, le dije a mamá, lo voy a matar de nuevo. Y ella se puso colorada y miró a su alrededor como si algo le diera vergüenza. ¿Y vergüenza de qué?, pensé yo, si estábamos en la cárcel...
El sitio donde la de cuarenta detiene el auto es oscuro.
-Llegamos -dice, y apaga el motor.
-No me gusta este lugar -murmura la joven mientras intenta convencerse de que, al fin y al cabo, aquello no representa nada nuevo para ella, que ya ha estado con otras mujeres y sabe lo que les gusta. Puedo hacerlo, piensa. Aún puedo hacerlo. Todo sea por recuperar el dinero perdido. Todo sea para volver a casa con lo que tenía.
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