Sábado, 6 de marzo de 2010 | Hoy
Por Miriam Cairo
En fin, más difícil de explicar resultan las manchas de manteca. A veces quisiera vivir tranquila sin inventar cosas. Sigo un tratamiento saludable para ello. Tengo prohibido leer ciertos libros. Hay autores desaconsejables, según los expertos. En vez de libros debo leer los diarios de la mañana: aunque el panorama político también tiene sus confusiones. De todos modos, según los especialistas, la realidad siempre es más conveniente. La realidad es lo que realmente importa. Lo dicen todos los seres reales. Entre las restricciones, además, tengo prohibido beber mi ron rubí, en cambio puedo consumir sin restricciones cualquier licor que se compre en los negocios afines: es una manera de contribuir con el mercado interno. El tratamiento me prohíbe también ciertas preguntas. En fin, hay que mandar más hombres al espacio porque Dios no piensa descender hacia nosotros. ¿Quién puede creer todas las cosas que pasan? Estas y otras disquisiciones de burdel, tampoco me están permitidas. Según mi tratamiento, la lectura empeora las cosas. Pero yo creo que el problema no está en los libros o en los diarios. El problema está en las palabras. La manteca untuosa, proteica, de las palabras. Y aunque en los diarios haya unas pocas palabras, repetidas hasta el hartazgo, el peligro no es menor, porque una palabra llama a la otra. El tratamiento debería prohibirme también la manteca, porque la manteca de las palabras me alimenta serpentinamente. Me unta serpentinamente. Me lubrica serpentinamente. Me humecta, me facilita, me cosmogona serpentinamente.
Lo mejor es alejarse de las palabras y acercarse a la gente para cerciorarse de los hechos. La gente sabe bien lo que es la realidad. Con sólo preguntarles a ellos es suficiente. Si la gente dice: llueve, llueve. Si dice: hay democracia, hay democracia. Si dice: la manteca se come, la manteca se come. ¿Cómo se come la manteca? En mi casa, ciertas noches, la manteca es juguetona. Hay que tener cuidado. Si sos la única que no come la manteca con la boca, el tratamiento te está curando poco. Es necesario relacionarse con la gente. Mi mundo sin gente es muy ilimitado. El tratamiento indica que si invento una palabra más estoy lista. Pero llevo tiempo practicando. No se trata de las palabras sino del asombro. De la noche. De las torres gemelas. De los billetes sucios. De las pequeñas estatuas de terror. Los seres reales tienen las cosas bien claras. Hay que aprender de ellos. La gente pasa por la vereda caminando. Qué suerte tienen. Si ellos dicen: mañana es siete de marzo, mañana es siete de marzo. En fin, frente a mi casa hay otra casa. Y hacia los costados, hay otras casas. Hacia arriba está el cielo y por debajo el asfalto. Todo está tan ordenado que dan ganas de llorar. Es una especie de enfermedad. Llega un momento en que semejante orden no podría ser más aterrador. Los diarios no informan al respecto, aunque creo que de vez en cuando los seres reales sienten lo mismo. Pero no es saludable sentirlo muy a menudo. Yo lo siento muy a menudo, por eso estoy en tratamiento.
Soy Susan Sarandon. Enemiga número uno de mi propio imperio.
Yo fui la primera que escribió en contra de Obama. No le tuve fe desde el principio.
Ah, qué joda
El hermano de Prometeo es Epimeteo. Uno adelante, otro atrás. San Expedito en medio de las cosas urgentes. Susan Sarandom ¿es más real que María Kodama? Se me siguen confundiendo las cosas. Parte de mi curación es matar palabras. Para ello me recetaron el uso sistemático del diccionario. Cuando me empieza a merodear una palabra tengo que ir inmediatamente a su sepulcro. Si no está allí, efectivamente esa palabra es un fantasma, o un polisón, o un prófugo, o una invención. Debo deshacerme de ella. No creer en ella. No nombrar con ella. No divulgarla, porque para curarme es necesario no caer en la invención de palabras. Más aún, el tratamiento es muy estricto y los expertos creen que yo cometo un error mayor que el neologismo, por eso me exigen que no le dé rumbos nuevos a las palabras que ya tienen su destino: la pajarera es una jaula de pájaros. Queda prohibida toda analogía con el cofre inguinal. El crepúsculo puede ser del amanecer o del atardecer pero nunca una parte del cuerpo humano. Y así sucesivamente. Las palabras reales nombran mundos reales. La gente real hace real al mundo. Si me esmero, dicen los expertos, yo también podré tener un lugar entre ellos. Los seres reales son muy importantes y seguros de sí mismos. Yo trato de convencerme de que tienen motivos. Aunque a veces me conmueven sus ideas pasteurizadas, sus caderas débiles, sus caricias paspadas, sus modales de iceberg. Además, para ser real, me aconsejan leer sus libros, usar sus deliverys, ver con sus miradas. Entonces, decaigo. Creo que no lo podré hacer, que me faltan agallas, porque ellos palmean a Caparrós, reverencian a Aguinis, coquetean con Andahasi, pero maldiposta: yo no puedo separarme de mi Cheever.
Cuando invento palabras, me pasan cosas extraordinarias. Sobre todo, cuando invento las que ya están inventadas. No lo revierto. Sólo la manteca de las palabras, salpicadas con el ron rubí puede hablar de la fortaleza de los débiles. Pero la gente real lee palabras reales sobre el águila que desperdicia su amor en una cucaracha. Sin embargo, no todas son asociaciones descabelladas en mi vida. Yo también tengo muchas cosas reales: nunca me acosté con una prostituta, por ejemplo. Sin importar lo bueno que hubiera sido. Posiblemente, debido a mi fama heterosexual. Hazte fama y échate. Quién sabe. Pero hay formas muy bonitas de inventar la noche en que una cucaracha hace el amor con el águila sin desperdicios. Está comprobado que una adicción sólo puede ser remediada por otra adicción. Según el tratamiento es más sano inventar la noche que inventar palabras. Yo me esmero. Sigo el tratamiento de mi rehabilitación a rajatabla pero los seres reales a veces parecen un malentendido. Son seriecitos. Trabajadores, cuando hay que trabajar. Veraneantes, cuando hay que veranear. Amantes, cuando hay que amar. Pero si para ser real hay que andar por el mundo con semejante cara, titubeo. Cuando digo estas cosas, los expertos en el tratamiento me hacen ver que el problema no es la cara de los seres reales, sino las palabras. Dicen que mi proceso de invención es indebido. Como la fabricación de ciertas sustancias (el ron rubí, la manteca palabra). Para reforzar el proceso de mi cura, me han dado la opción de guardarme las palabras prohibidas en una jaula, para consumo propio, bajo el argumento de que, por ellas nadie daría un peso, en cambio por las palabras reales podría recibir un diez por ciento de derecho de autor. Esto comprueba la teoría de que todo ser real tiene su precio, pero, el diez por ciento ¿no será mucho?
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