Domingo, 28 de marzo de 2010 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Tomo café en un bar que tiene mesas en la vereda. Elijo la mesa que se encuentra al sol, desde eso de las diez y media de la mañana hasta pasado largo el mediodía. Leo el diario que acabo de comprarle a Miguel y fumo un cigarro de hoja, los Muriel Smith que tanto me gustan. Paladeo el café, el sabor dulzón del cigarro, y luego el vaso con agua helada. Es ese momento del viaje siento que la felicidad es posible. Me envuelven memorias, se aproximan fantasmas, converso con las culpas. La otra mañana, la mañana que junto con Página/12 salió un libro de Hanif Kureishi, un escritor hijo de madre inglesa y padre paquistaní, me ha conmovido de una manera particular. Todavía no leí el guión cinematográfico de "Mi hermosa lavandería", film que se estrenó en Londres en noviembre de 1985. Lo que me conmovió es el texto autobiográfico que se incluye en las primeras cincuenta páginas. Pensaba, sin razón alguna, que en las series policiales inglesas donde se observa el trato que reciben los paquistaníes que viven en Inglaterra era un tanto exagerado por razones que hacían a la trama de la serie. ¿Por qué pensé semejante estupidez? En un mundo donde el razismo (con zeta no con la letra que corresponde) es una realidad feroz, aún hoy en día, las series policiales que tratan ese tema se quedaron a mitad del camino en su censura. El trato es mucho más sórdido ¿por qué extrañarme? Uno toma un café y siente la presencia de la felicidad.
Eso ocurre por el sencillo hecho que no miramos, al menos en esos momentos, más allá de nuestras narices. La lectura de ese espléndido texto de Hanif Kureishi puso las cosas en su lugar. Pero debo confesar una distracción a la sensación de angustia que provocan esas páginas.
Alguna vez le decía en una carta que le envié a Alejandra Pizarnik, una de las tantas que ella respondía puntualmente, que me obsesionan las palomas cuando se posan en los techos de pizarra o en las cornisas de edificios no demasiados altos. Esa mañana había tres, quizá cuatro, posiblemente cinco palomas, que iban y venían hacia las cornisas de dos edificios que están por la calle Laprida, a no demasiados metros de Mendoza. Mientras tanto el paso de las nubes marcaba el tiempo, ese que tan sólo las nubes pueden hacernos comprender de esa manera.
No eran torcazas ni palomas de monte sino esas otras más grandes y confianzudas que no ignoran que los hombres no somos dignos de confianza alguna, pero ellas siguen rodeándonos. No podía dejar de leer lo que estaba leyendo, pero tampoco podía dejar de observar a las palomas. ¿Tal vez por qué las palomas son un símbolo de paz? Aunque, en algunas traducciones de la Biblia Noé envía primero otro pájaro, no recuerdo cual, que no vuelve, es la paloma la que trae el signo de la reconciliación, el Diluvio, al menos ese Diluvio, había llegado a su fin. Es cierto, ahora hay otros diluvios más graves, pero queremos no darnos cuenta. Ni tan siquiera miramos hacia otro lado, simplemente andamos como con anteojeras, observamos lo que sea, pero no vemos, nuestro ser se diversifica en trivialidades.
Si la naturaleza tiene sus planes que no nos tienen en cuenta para nada, si uno de los atributos de la divinidad es el silencio, lo nuestro es una indiferencia que poco a poco se va transformando en estupidez. Hace poco volví a recordar un poema de Roy Fuller, un poeta inglés que cito con frecuencia, "Cambio". Sus líneas finales se pueden aplicar al mundo de hoy: "El que sea feliz en esta época y en este lugar/ es estúpido o corrompido. Lo mejor es abdicar/ de un mundo material y espiritual/ sólo a medida de los bárbaros".
Todo esto me hace pensar que pertenezco a esos que pueden llamarse privilegiados. No por tener dinero, eso no es un privilegio, quiero decir mucho dinero como tienen tan pocos en este país donde la gran mayoría lo tiene apenas. Puedo comprar el diario, algún libro, tomar un café mediano, almorzar unas milanesas con ensalada de repollo, buscar un disco, no la caja de 70 CD de Miles Davis ya que cuesta tres mil pesos, pero si algo menos oneroso, un viejo disco de Duke Ellington, fumar cuando puedo los cigarros de hoja que he mencionado. Esto es parte del privilegio que menciono.
El otro, el esencial, es haber amado y haber sido amado, pese a todo lo que soy, con tantos defectos encima. Tener hijos, tener nietos, poder aguantar sin mayores esfuerzos, por ahora, esas cosas de viejos como la osteoporosis o la diabetes dos, que me divierte que sea la dos pero no sé por qué diablos me divierte. Además, aunque estoy alejado de la iglesia, y cuando hablo de la iglesia hablo de la única a qué podría volver, la católica, sigo sintiendo lo que Wimpi llamaría un tipo de fe. La tengo a la manera que dice San Agustín que puede tenerse, como una gracia.
Y un privilegio marginal y que no todos se dan cuenta que es un privilegio. En mi vida siempre han estado las palomas o los gorriones, esos que según un gran escritor que uno no llega a comprender cómo pensaba y escribir de la manera qué escribía. Los gorriones, las maestras normales, los italianos, esas pestes, decía Ignacio Anzoátegui, que nos trajo Sarmiento.
Charo Correas, desde su boina, su barba breve, su camisa blanca prendida hasta el último botón, trataba de explicarme, ayer en un diario y hoy en la memoria, esas contradicciones que me afligían y me siguen afligiendo. Por qué Anzoátegui, por qué Pound, por qué Heidegger, por qué Richard Strauss, por qué nosotros mismos. Humoradas de Dios, que respetando nuestra libertad no puede impedir ciertos hechos atroces, pero puede gastarnos alguna broma con algunos que no lo son tanto.
Las palomas en mi vida. Las palomas en los techos de pizarra, en las cornisas, en todos los sitios del recuerdo. Simplemente las palomas, desde la que se equivocaba en el poema de Rafael Alberti hasta esta que hace un rato insiste en hacer un nido, desprolijo, en una maceta del balcón en la que no entra. Las palomas que volaban asustadas las pobres, cuando mi inolvidable tío Pepe, José Maíni, trataba de enseñarme a tirar, con unas palmeras de un campo en el sur santafesino, unas palmeras no salvajes como las de Faulkner, pero si gordas como pocas otras. Y el tío Pepe, enseñándome a tirar contra ellas con su treinta treinta, con su pistola Luger, con algunas armas de menor poder, a mí, que en realidad no me gustaban ni las armas ni la caza, esa sobre la cual ahora discuto en cenas que extraño, con Gonzalo Garay y Cristián Hernández Larguía.
Las palomas y las nubes. El café y el agua helada en un vaso alto, el mismo que uso en ocasiones para tomar whisky con hielo y un poco de agua mineral. El agua, el café, las nubes, el humo del cigarro, la belleza de las mujeres, la música de Stravinsky, la lectura de Salinger que finalmente se murió, lo que es una tristeza, como la muerte de Miguel Delibes. Pero las cosas son así en todo eso que no podemos explicarnos del todo, digamos desde el desorden que nos dieron como castigo por la Torre de Babel hasta la misteriosa desaparición de los dinosaurios. ¿Para qué crear esos animalitos y hacerlos desaparecer todos juntos y de repente? Es probable que nosotros tengamos un destino similar, pero al menos sabemos que es merecido.
Las nubes que siempre están diciéndonos cosas y nosotros no solemos comprenderlas. El único (no, no creo que el único) fue Hamlet, que de una nube hacía cientos de animalitos para la obsecuencia nefasta de Polonio. ¿Era de Polonio o de muchos más?. Sí, Hamlet sobre todo. Mirando una nube, Hamlet le dice a Polonio si su forma no le parece que representa a un camello. Polonio dice que sí, que indudablemente es un camello. Pero Hamlet cambió: En realidad me parece una comadreja. Polonio acata, sí, la nube tiene el dorso de una comadreja. Una tercera vez, Hamlet indica que parece una ballena. Y Polonio: "Exacto; de una ballena". Jan Kott, en sus apuntes sobre Shakespeare, decía que los polacos comprendían bien esta lección de oportunismo político. Los argentinos vivimos recibiendo esas lecciones y de ningún Shakespeare. Entendemos que de ninguna manera las entendemos así.
Mejor seguir con las palomas, los techos de pizarra o las cornisas, las nubes y olvidarnos que existe algo que puede llamarse oportunismo político, nefasto sin duda. Un camello, una comadreja, una ballena. Lo mismo da.
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