CONTRATAPA
› Por Ariel Zappa
Caminó toda la noche sin rumbo por el monte. Detrás de cada paso suyo, detrás de cada sombra con la que se topó, lo acorraló un arrebato de venganza. Todas las lechuzas le salieron al paso. Todos los caranchos volaron en círculo sobre él. Cada ramita seca encarnó en un quejido.
No supo si en algún momento, estando de pie o quizás apoyado sobre el tronco de un árbol, pudo conciliar algo de sueño. Lo cierto fue que, en algún instante de su deambular, miró hacia arriba y se percató de que el sol ya se entrometía entre el follaje con sostenido ahínco. A pesar de la hora temprana, sintió el peso del calor sobre su cabeza.
Decidió volver a la capilla. No tardó en encontrarla. Ni siquiera tuvo que desenfundar su machete sucio de sangre para despejar la maleza y hallar el sendero.
Apenas llegó, la sorpresa lo dejó atónito. Tardó pocos segundos en reponerse pero los suficientes como para dudar entre irse o quedarse. Decidió quedarse. Recorrió el perímetro de la construcción deteniéndose en cada crujido, por mínimo que le pareciera. La rodeó sin atisbar nada fuera de lugar, nada raro. Todo estaba allí, en su lugar. Salvo el cuerpo. El cuerpo no estaba donde lo había dejado.
Juntó valor y se acercó hasta la puerta de entrada. Fisgoneó sobre cada fina grieta que le ofrecía la madera. El contraluz del interior no lo favoreció. Por ello, se tomó su tiempo en observar minuciosamente el interior desde cada ángulo, desde cada esquina, sobre cada una de las hendijas.
Todo igual, salvo el cuerpo.
Fue entonces que se retiró unos metros y buscó huellas o algún indicio que le permitiera corroborar que había escapado. La poca gramilla no demostraba signos de pisadas ni había en derredor muestras de pasos. Ni siquiera la puerta estaba violada ni rota su cerradura.
Decidió entrar.
En principio, creyó apropiado romper el vidrio de la ventana que se hallaba sobre la pared derecha. Esa maniobra, pensó, le daría más tiempo para recuperarse al entrar al recinto. Luego concluyó que sería mejor ingresar por la otra ventana, la de la izquierda, ya que lucía sobre el vidrio unas grietas de gran tamaño. También lo descartó. No estaba seguro de lograrlo y la mínima posibilidad de otorgarle una ínfima ventaja a su víctima desalentaba de plano cualquier intento. Se lamentó de haber tirado la llave la noche anterior hacia la espesura del monte. Desesperado, sacó su machete y con tres golpes fuertes pudo franquear la entrada, destrozando la cerradura. Dio un paso atrás, estiró el brazo que blandía el arma y la puerta se abrió quejumbrosa. La oscuridad del interior se vio desbordada por la luz del día. Tuvo que apelar a todo el coraje del que presumía para soportar la escena. Confirmó, de modo palmario, que el cuerpo no se hallaba donde lo había dejado. Ese cuerpo que había dejado sobre el piso, tras haberle asestado siete machetazos, se hallaba sentado sobre el primer banco de la capilla, frente a la imagen del Cristo.
Gritó. Sin pensarlo, le gritó. Tres veces el nombre de su víctima retumbó en el templo sin recibir respuesta. Por fuerza del viento, la puerta se cerró tras de él, dejándolos encerrados. Por segunda vez en menos de un día, los dos se hallaban solos dentro de la capilla, compartiendo el mismo espacio.
Temblaba. Sí que temblaba.
Aferró su machete con la mano derecha. Sobre la otra, enrolló su campera a modo de escudo y a resguardo de un ataque artero e imprevisto. Avanzó a pasos lentos aguantando la respiración, tratando de guardar un poco de calma. El pecho le estallaba en estremecimientos. Dio cinco pasos en los que, prácticamente, arrastró los pies a través del pasillo de bancos. Luego arremetió a grito limpio, asestando sobre el cuerpo que se hallaba sentado en el primer banco, frente a la imagen del Cristo, un machetazo seco a la altura del cuello que casi lo decapita por completo. El grito, la cabeza casi rebanada y él, rodaron por el suelo de la capilla.
Quedó tirado boca arriba, ganado por el pánico. Desde allí, observó cómo, a esa hora de la mañana, el interior de la capilla mostraba un gris añil en las paredes y un fondo de tintes sepias sobre el altar, se entreveraban con el verdín que surgía desde el zócalo.
Permaneció así un largo rato, respirando humedad. Reflejándose en un par de ojos desparramados por el piso, a tan solo unos pocos centímetros de los de él. Los halló penetrantes y filosos como su machete. Lento, se hincó de rodillas. Su frente ardía. Sus manos temblaban apoyadas sobre el suelo. Postrado, hecho un ovillo, lloró un rato en silencio.
Se levantó y del bolsillo del pantalón sacó un pañuelo. Lo refregó varias veces en el charco de sangre que avanzaba sobre el piso, y con el, garabateó sobre el altar: "hijo e mil puta". Lejos, se escuchó el galope de unos caballos. Huyó, atropellando la pesada puerta de entrada, dejando caer el machete sobre el piso.
Afuera, lo esperaba el día.
No hizo más de doscientos metros cuando las primeras volantas rumbo a esa capilla internada en el monte, se cruzaron con él. Una capilla, solía declamar el sacerdote desde el púlpito, construida para que ese pueblo olvidado de dios y del diablo recibiera, al menos una vez por mes, los sagrados misterios de la fe.
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