Vie 16.04.2010
rosario

CONTRATAPA

El gaucho

› Por Jorge Isaías

No sé si era un decidido énfasis el que en esos años arrastrábamos. Indudablemente era un ocio de hojas secas el que dimos a orear contra la tarde. Los juegos, la sensación de libertad casi infinita, el símbolo de ese pájaro que vimos cruzar zigzagueante como flecha ebria hacia el Sur. Lo cierto es que tarde a tarde un hombre recortábase nítido contra la difusa explosión del crepúsculo. Mejor dicho: él y su caballo. Mudos como una esfinge antigua.

La cara morena, con el polvillo del día depositado en las prematuras arrugas alrededor de los ojos. El sombrero pequeño, compadrón, en la punta de esa cabeza melenuda y altiva. Y el dueño de esa voz que nos supo dar respeto excesivo en el saludo que sobredimensionaba la infancia, se llamó Lorenzo Sotera.

Para el criollaje que hacía tareas en la estancia de don Guillermo Lynnen, era simplemente el "gringo Sotera", aunque sus hábitos no difirieran para nada del resto. Don Lorenzo era todo un gaucho, hasta el cuchillo que graciosamente llevaba cruzado a la espalda, cuyo cabo de plata, con sus iniciales de oro, solía producir extrema admiración en nosotros.

El gringo Sotera era contratista. Es decir, que en el tiempo de las "juntadas" de maíz se encargaba de conchabar por cuenta propia a la gente que haría esa tan dura tarea en la estancia. Eran épocas de recolección a mano, con la inevitable maleta, el aluvión de gente que venía de otras provincias con el "mono" sobre el hombro, algunos con sus familias para "poder juntar unas bolsitas más" y ayudar a esa precaria economía casera.

Las "luchas" se dividían según los componentes de cada grupo. Para que correspondieran equitativamente los "manchones", es decir donde el campo ofrecía un claro, un raleado espacio que por estar bajo agua habíase podrido la planta o por una deficiencia de la semilla o simplemente por estar sembrado con descuido se fracasaba con la expectativa de la buena espiga y como el pago era a destajo, por bolsa recogida y parada sobre el campo, se solía sortear para que la suerte de la espiga rendidora y el oprobioso marlito sin grano se pudiera repartir.

Estos "campamentos" eran por lo menos en las grandes estancias y salvo excepciones un conglomerado de bajas casillas de chapas que provisoriamente se levantaban en el campo raso, muy cerca del maizal, cavando medio metro en el suelo, tal vez era para preservarse mejor de las heladas.

El contratista se encargaba e todo. Del traslado, la alimentación y los "vicios" de la gente. Esto último no era sino los cigarrillos y la yerba. No se dejaba beber alcohol en el campamento. Junto a la alimentación, a veces se deslizaba algún adelanto para bajar hasta el pueblo para tomarse un vinito en los boliches que como un rosario rodeaban las últimas calles del pueblo. Pero esto sucedía solamente el domingo por la tarde.

Estos juntadores bajaban al pueblo con sus pañuelos vistosos, el sombrero negro, como bandadas de tordos, la camisa blanca, el pantalón oscuro, la zapatilla floreada.

Lo hacían a pie, generalmente, cruzando el campo salpicado de cigüeñas, gaviotas, de negras bandurrias antipáticas, de gritos de lechuza agorera y por supuesto del infaltable estallido delator de los teros.

Al gringo Sotera lo vi bailar con bastante gracia algunos temas tradicionales, subirse a un redomón y hacerlo "sacar chispas" por el campo, repetir gestos que vi a muchos criollos de ademán mesurado y de palabra carta y precisa. Pero nunca le vi rasguear una guitarra, tal vez eso le faltó para ser un criollo perfecto.

Tal vez por eso los "culos largos" de cepa le habían puesto ese mote que si no era denigrativo, diferenciaba. Estos eran los peones verdaderamente "de a caballo", que antes de gatear ya montaban y que se morían en lo posible sobre su flete. Se llamaban si mi memoria no falla: Calderón, Samonta, Agüero, Montero, Marcelino Rodríguez.

De cualquier modo, don Lorenzo Sotera o el Gringo Sotera, como ustedes prefieran, se ponía una cinta azul y blanca en el sombrero los días patrios y se acercaba con su mejor caballo a la plaza donde corrían carreras de sortija y él que empezaba a probar suerte con su pingo tan diestramente enseñado sino que era el que finalmente, como un símbolo, nos clavaba en las retinas su mano levantada, el pañuelo al viento, el sombrero sobre la espalda y se llevaba la ansiada sortija que era nada más ni nada menos que la prueba de baquía sobre los otros que azorados veían a un gringo arrebatarles el premio.

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