Domingo, 25 de abril de 2010 | Hoy
Por Javier E. Núñez
Digamos que se llama L. Que dejamos de vernos hace unos veinte años y esa cifra, que para un tango no es nada, para alguien que pisa los treinta y cuatro es significativa. Veinte años tienen la perversidad o la delicadeza -según el caso- de erosionar ciertos recuerdos, deshilachar algunas caras hasta que difícilmente sobreviva algún rasgo concreto. L. es una de esas caras: Un tipo que quizás apenas guarde alguna semejanza con aquel compañero de primaria que recuerdo tan mal. Tropecé con su nombre hace unos días y, de no haber sido por eso, probablemente apenas hubiera vuelto a pensar en él.
Fue una mañana de un día de semana. Mi madre me llamó por teléfono: necesitaba solicitar referencias de un transportista que estaban a punto de contratar en una empresa que asesoraba. "Parece un buen candidato", explicó, "pero no están claros los motivos por los cuales dejó el trabajo anterior. Y cuando estaba por llamar a la empresa donde había trabajado vi que el encargado es L. ¿Te acordás de él?". Me acordaba. Los dos nos acordamos: Mi madre y yo. Supongo que tiene que ver con aquella mañana del ochenta y pico en que me despertó porque Nacho Suriani acababa de nombrarlo en la radio. No era él: Era el padre. Se llamaban igual. Un accidente automovilístico, en algún lugar que no llegué a retener, perdido en el desconcierto del sueño interrumpido. Mi madre preguntó si mi compañero vivía en tal calle. No, dije yo, vive en tal otra. Un débil conocimiento histórico y la magra ubicuidad geográfica contribuían para que los dos nombres se me entrecruzaran de vez en cuando. Ese día se cruzaron. El padre había muerto en el accidente y yo volví a sumirme en el sueño del que me habían arrancado, con la serenidad que creer que todo había sido un equívoco, que la víctima sería llorada por otros que yo no conocía, otros que me provocaron una leve congoja pero a la vez cierto alivio porque el dolor de esos otros, indirectamente, eximía a mi compañero de la tragedia. Me entregué al sueño sin prestar atención a mi madre. Creo que lo discutía, que sospechaba mi error. Sí recuerdo que me saludó antes de que lograra volver a dormirme: Era mi cumpleaños. Supongo que no hicimos nada. Quizás dos o tres compañeros fueron a casa después de la escuela. L., claro, no fue: Estaba en el velorio. Yo nunca había ido a uno y no quise ir. No me aterraba el muerto sino L. Se sabe, el espanto de los velorios, más que la certeza de la muerte, es el dolor irremediable de los vivos.
Quedamos en que lo llamaría yo, creyendo que por el conocimiento previo aunque lejano, las referencias del chofer que me pudiera dar L. serían más precisas. Le dije mi nombre, mencioné la escuela. Sí, se acordaba. Le expliqué el motivo de mi llamado y conversamos brevemente sobre el asunto. Habló bien del chofer. Había trabajado bastante tiempo, siempre había cumplido con responsabilidad, se había ido porque no estaba conforme con lo que ganaba o porque tenía una propuesta mejor. L. no estaba seguro. Pero no tenía quejas. Un buen elemento, dijo, con esa costumbre de circunscribir los conceptos que tienen algunos, sobre todo en el ámbito laboral, marcando acaso que se puede ser un mal tipo y buen empleado o viceversa. Después nos permitimos un sucinto repaso de nuestras vidas, o de lo que habían sido nuestras vidas después de transitarla por carriles separados: A qué nos dedicábamos, estados civiles, cantidad de hijos. No mucho más. Al cabo de pocos minutos ya atravesábamos el pantano del embarazo, la repentina certeza de saber que la conversación empieza a agotarse y estamos a punto de quedar desnudos, enfrentados a la evidencia de que no importa si ese que está del otro lado de un teléfono o parado frente a uno alguna vez compartió varias horas de muchos días con nosotros porque hoy es prácticamente un desconocido. Nos despedimos sin intentar prolongar esa charla insustancial ni esbozar promesas de un encuentro que nunca se cumpliría. Simplemente nos saludamos, expresamos la alegría de saber que el otro andaba bien y colgamos el teléfono para desaparecer tan intempestivamente como habíamos reaparecido.
El nombre de L., sin embargo, resurgiría poco después en medio de otra conversación. Fue mi madre otra vez quien lo mencionó. Como en aquel lejano día de celebraciones y duelos. Como en esa mañana cercana en que supe de él después de tantos años. "Está prófugo", me dijo. Había ido transfiriendo pequeñas cifras de las cuentas de la empresa a una cuenta personal durante años. Cerca de dos millones, creo. Nunca supe si empezó a verse cercado y decidió que era hora de volar o si la cifra alcanzada era un límite autoimpuesto, una meta que perseguía desde hacía tiempo.
A veces lo imagino en Brasil, escuchando bossa nova al atardecer y bebiendo cerveza helada o caipirinhas con pajitas de colores; o aprendiendo guaraní de las prostitutas que le acortan las noches en algún rincón de Paraguay. La palabra prófugo puede tener ciertos ribetes románticos en el imaginario popular. La realidad, supongo, puede esconder decepciones y lugares comunes. Paredes descascaradas con colchones sucios en el piso, la mirada constante por sobre el hombro, la soledad de los teléfonos que nunca suenan.
Me pregunto qué habrá sido de su familia, de esa esposa sin nombre y esos chiquitos sin cara que mencionó en nuestra conversación. Si alguna vez irán a parar a Brasil o a Paraguay o a México. O si L. desaparecerá de sus vidas también sin que ninguna eternidad alcance para erosionarles el recuerdo.
Digamos que se llama L. Aunque ya no importe porque acaso se haga llamar Juan, Ricardo, Alberto, y sea tan improbable otro llamado inesperado, un encuentro fortuito, la conversación trivial entre dos extraños que alguna vez se conocieron. Digamos, mejor, que se llamaba L. y que es poco probable que sepamos, alguna vez, cómo terminó su historia, esa que empezó a escribirse el día en que dejó de ser L. para siempre.
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