CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Tiene razón mi amigo Guillermo cuando me dice que somos hombres de otro siglo aunque lo dice en un sentido muy amplio pero a la vez certero.
Nosotros, me dice por historia transmitida a través de los mayores éramos casi contemporáneos de las dos guerras mundiales y hasta no era raro que alguna canción de los tiempos de Garibaldi se colara en las canciones con las cuales nuestras madres nos dormían.
Ese mundo agrario donde yo viví mi infancia, porque si bien jamás viví en el campo, propiamente, se podría decir que desde el pueblo siempre se vivía muy vinculado a esas tareas que realizaban o habían realizado nuestros mayores y adonde siempre volvíamos, de paseo, se entiende.
No sería afecto a la verdad si dijera que vivíamos pendientes de esos contactos, no, era para nosotros algo natural, algo que no elegíamos.
Porque, a fuer de ser sinceros, si uno debe estar atento a los deseos de entonces hay que confesar que vivíamos pendientes de la vida de las ciudades, a la cuales íbamos muy poco, como prontamente podemos colegir, ya que nuestros padres vivían atados al ciclo de las cosechas y tampoco se usaba pasear, porque sólo se viajaba para visitar parientes o médicos. La vida fabulosa de las ciudades, ya que se vivía atado al deseo de conocerlas y visitarlas, pero el puente era el cinematógrafo, y el lugar la sala del cine La Perla, donde íbamos domingo a domingo, en las míticas matinés de las cuatro de la tarde, siempre y cuando hubiéramos hecho mérito para ello. Se tenía en cuenta todo. Mi madre consideraba la buena conducta que incluía la ausencia de travesuras graves, romper el vidrio de un vecino y ocasionar sus quejas, por ejemplo. No traer malas notas de la escuela ni un llamado de atención sobre el comportamiento y el último escollo: el dinero que casi siempre era insalvable, salvo que mi dulce nona Laura pudiera distraer los cinco pesos de la caja del almacén de mi abuelo, nunca exuberante de monedas, como se podrá fácilmente deducir. Esta "distracción", "préstamo" o "hurto" simplemente, a veces me servían para la entrada, una cajita de maní con chocolate, un helado o una revista de historietas que compraría el lunes en la librería y bazar de don José Bessone. El negocio se llamaba La Primitiva, porque era un homenaje a su esposa, doña Primitiva García. Este negocio estaba justo frente al bar de don Juan Triacchini, donde según la leyenda había parado el mismísimo don Lisandro de la Torre para tomarse un fernet con soda y conversar con un grupo de correligionarios en una gira política, allá por el año quince o diecisiete. Ese negocio fue siempre un bar. Allí estuvo Toto Cataldi, luego Juancito Tallarico y actualmente lo atiende Enrique Savi, tan atento y servicial. Y al lado de este negocio estaba la sodería de don Juan Seperizza que era el representante de la cerveza Schlau, de Rosario.
Don Juan le vendió el negocio al padre de Hugo Boccolini, el mismísimo don Atilio, quien vendió su chacra al gringo Ruggeri y con esa plata compró la sodería.
Don Atilio. Sombrero negro, pipa, escupitajo firme, caminando siempre con sus alpargatas "achancletadas" (si se me permite el neologismo), cinturón ancho, fuera de las presillas y debajo del abdomen voluminoso, usaba una voz ronca y a cada rato exclamaba ¡maximalmente! Siempre a guisa de comodín, como esas personas cuya comunicación se reduce a cero porque dicen "coso" en todo momento y así lo truecan por el sujeto, los verbos, los adverbios. Hablar con ellos es sentir un grado considerable de afasia.
Lo cierto, lo que yo quiero contar es que trabajé como peoncito en esa sodería. Pero me llevó dos etapas. A mis catorce años, regresados de Rosario de una corta experiencia de radicación de la cual volvimos con mi hermano de meses y yo con mi angustia por dejar la ciudad.
Hugo Boccolini, el inefable Mono para siempre, me dio el trabajo ya que pronto se iba a convertir en el esposo de mi prima Gladys, a quien yo llamo cortazariamente: "mi prima, la mayor" y habrá querido quedar bien con la familia.
La segunda, a los dieciséis, con Pepe Spagnolo, marido de mi otra prima, Eldita o La Pety, como se la conoce popularmente en el pueblo. Pepe le había alquilado la sodería a don Atilio. De todos modos creo que trabajé unos pocos meses con él. Pero conservo una foto que nos tomó Oscarcito Blanco, en la puerta del almacén de don Luciano, su padre. Estamos Pepe, el otro Pepe, Donati y yo junto al matungo del carro. Muy orondos todos.
En el medio hice otros trabajos. Albañil, peoncito de panadero y trabajé un año en la "masitería" de Yocco, como se llama a la fábrica de galletitas de la familia de ese nombre que fundó don Jorge Yocco en la década del cincuenta y hoy dirige su nieto Antonio. Yo fui empleado de Titín, su papá.
Esa primera etapa de sodero produjo el conocimiento cabal del pueblo, ya que íbamos casa por casa vendiendo soda. Hasta allí yo no me había alejado más que doscientos metros de mi casa, salvo excepciones. Pero el trabajo de visitar todas las casas hacía que realizáramos un trabajo topográfico e informativo de primera agua.
Gracias a este trabajo de trashumantes donde alternaba con todo tipo de público, yo conocí mi pueblo, en especial el malevaje de los boliches de las afueras donde presenciamos más de un altercado, donde vimos a Pito Mazza sacando varios borrachos a los empujones y los iba apilando en la vereda donde el otoño hacía llover sus hojas llenas de óxido sobre esos cuerpos blandos de alcohol y de angustia mientras las carcajadas de los contertulios cotidianos impiadosamente rompían con sus gritos la inequívoca quietud de ese otoño gris y de todos los otoños que luego se encimaron sin ninguna piedad sobre nosotros y aquella vieja risa se trocó en mueca piadosa a través de tantos años idos.
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