Jueves, 27 de mayo de 2010 | Hoy
Por Ariel Zappa
Esa mañana el patrón estaba ocupado como nunca. Ni siquiera pudo levantar la vista una sola vez en toda la jornada. Por eso, apenas se hizo un claro, enfiló hacia la casa en busca de comida. Hacia allá iba cuando se encontró con el puestero y un sobre en sus manos. Apenas lo semblanteó, el patrón lo atoró.
¿Qué te pasa a vos?
Tengo una carta para usted, patrón le dijo temblando.
¿Y yo cuándo te pedí una carta? -prepeó.
El puestero se intimidó.
Bueno, dámela apuró el patrón estirando la mano o dejala en la camioneta y después la veo, ¿es una citación?
El puestero parecía una estatua. El sobre crujía en sus dedos. Tomó coraje.
Se trata del Atilio. El torito se enteró de todo y está muy mal, patrón.
¿Cómo que se enteró? ¿Quién se lo dijo?
Se enteró, patrón, se enteró. No sé cómo, pero lo sabe. Está hecho una piltrafa terminó de decir el puestero casi moqueando. Bajó su gorra cubriéndose buena parte de la cara y enfiló hacia el monte de eucaliptos. Se sentó con la cabeza gacha, exhalando aire y angustia.
El patrón advertido de la gravedad del tema, tiró lo que cargaba en las manos y sacudiéndoselas para quitarse la tierra, fue hasta él. Cuando lo vio con ese talante, le preguntó si era para tanto.
Creo que sí, patrón.
Damela de una vez por todas, carajo -masculló entre dientes.
Antes que nada, quiero que sepa que yo no tuve nada que ver con este asunto. La última cosa que haría en este mundo sería hacerlo sufrir al Atilio.
El puestero tragó saliva. Y continuó.
Fue la Filomena, patrón. Ella fue la que lo anotició al Atilio del destino de la Clodomira. Esa Filomena nunca fue buena leche y usted eso lo sabe. Animal ponzoñoso como esa vaca no conocí nunca en estos campos, patrón. ¡Que ganas de arruinarle la vida al Atilio! Mire que hay que ser mala entraña, eh?
El patrón tomó la carta desconfiado, sin dar demasiada credulidad al alegato.
¿Cómo encontraste la carta? le preguntó.
La encontré en el corral, cerquita de donde suele echarse el Atilio. Se la quise devolver y no me la quiso recibir. Le pregunté si necesitaba que la enviara y me contestó que hiciera lo que quisiera. "No me importa más nada", me mugió. "¿La puedo leer, Atilio?", le insistí respetuoso. "Me da lo mismo", me respondió. "Tirala, quemala", alcancé a escuchar. Y yo se la traje, patrón. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Hace desde anoche que tengo este entripao que me parte el pecho.
El patrón se asestó las gafas y rumbeó para la casa, buscando la reposera de la galería. El sol de la media tarde era débil, cómplice de la escena. Rompió el sobre, estiró el papel y leyó:
"¡Como te extraño mi gordita! ¿Cómo escapar de este chubasco de sentimientos y recuerdos que acuden a mí? Se me hace que no hay horizonte ni llanura que pueda contener mi desencanto. Tus manchitas me persiguen. Tus patas guían mi destino, mi frenesí. Ni los alambrados con sus boyeros pueden detener mis ganas de estar otra vez con vos, sobre esta gramilla que fue, tantas veces, testigo de lo nuestro. A veces, cuando la tarde gana el aire y mi jornada declina, te busco detrás del establo, debajo de los eucaliptos, cerca de los durazneros. No me convenzo de que no estarás más por aquí. Nada saciará mi sed. Nada superará mis deseos de rozar tus ubres. Desde el primer momento, supe que no eras igual a las otras. Y si bien siempre fui responsable de mi trabajo; y vos eso lo sabes muy bien, mi princesita de cuero, no veía la hora que el puestero nos reúna tras la alfalfa, cerca del molino de viento -mudo testigo de nuestros encuentros para volver a sentir tus mugidos. ¡Como extraño el inquietante titilar de tu cencerro! Te confieso que más de una vez el patrón me azotó creyendo que con ese infame rebenque podría hacerme desfallecer en mi obcecado intento. ¿Recordás el día que nos escapamos aprovechando la siesta del arriero y nos bañamos en el remanso? No habrá ninguna otra tarde igual. No habrá ninguna. Aún hoy huelo en el aire ese aliento a pastito tierno en tus mandíbulas. Aquella diáfana tarde el mundo se abrió ante mí y fuiste mía. Al fin pude estrecharme en tus ancas, mecerme en tu cuero mojado y encontrarme en tus ojos desorbitados de pasión y lujuria".
"Hoy ya nada de eso cuenta para mí. Ya no más olor a leche tibia ni paseos matutinos con soles a media asta. El ocaso de este imperturbable afecto, fue decretado por un abastecedor de matarifes. No tengo consuelo. Sólo me queda esta diatriba banal. Este epílogo que nunca busqué. Y si bien la vida sigue, tal le cabe a un semental de mi porte, ninguna será como vos, mi Clodomira. Ninguna tendrá tus cuartos. Ninguna me espantará las moscas como vos en el verano. Nada me hará olvidar tu fina y estrellada cola sembrando en mi alma, semillas de amor eterno. Siempre tuyo, Atilio".
El patrón alzó la vista y pitó el cigarro hasta sentir el ardor quemándole los dedos. Bajó el ala de su sombrero y resumió en un solo lagrimón, tanta tristeza junta. Tanta desazón rastrera.
Vamos, patrón, no se esconda -dijo el puestero al percatarse. En estos casos, también es de hombre llorar.
El patrón subió a la camioneta sin decir palabra. Atrás quedaron los bretes, los paisanos y el Atilio. El toro semental más taimado de la zona, quebrado en su temple por inquinas del corazón.
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