Mié 09.06.2010
rosario

CONTRATAPA

El milagro de Deditos

› Por Adrián Abonizio

Deditos había nacido con los suyos puestos en la hilera con desdén de Dios: atado de zanahorias desprolijas rematadas en uñas. Cuando vino al mundo el médico pensó que el bebé llegaba con dos cangrejos en las manos. Le vaticinó a la madre fatigosas curas con penicilinas, una infancia infeliz y mucha resignación. No obstante, pese a la desconfianza generalizada, se convirtió en arquero de la Liga como antes fuera matricero, acomodador de cines, vendedor de estampitas, quinielero de la policía. Todo le daba igual; el mundo le era adverso y amistoso a la vez. El Barba te da y te quita, decía filosofal. Deditos vivía en una casa ruinosa herencia de sus padres fallecidos y tenía por novia un espantajo que le cocinaba y atendía el kiosquito que había abierto desde la ventana del living. Deditos vendía, además pornografía, cuetes fuera de estación, preservativos importados, revistas suecas con rubias en bolas. Deditos era guerrillero de a ratos, golpista en otros, secretario genuflexo, rey del mundo en otros. Perteneciente a la raza de inútiles que todo barrio engendra, Deditos era en el fondo inofensivo como un malvón, con menos talento que una piedra y una sensibilidad de molusco.

Un día, según contara, vio como se abría el cielo y un ángel le hablaba dándole prerogativas celestes: se dedicó a predicar. Al principio nadie le creía, pero ponía una enjundia tan contagiosa que convencía a las almas más cerradas. Según se supo, ya en el paroxismo de la exageración, el mismísimo Vaticano puso los ojos en él y le compró el pase. ¿Cómo se explica entonces que en un mes obtuvo la casona real del barrio donde bajo la tutela invisible de unos hados negros de escribanías abriera su iglesia? Que cenara como un obispo, con las ventanas abiertas al jardín, velas encendidas mirando la nada del barrio latoso. Que despidiera un olor a santidad enriquecida cuando se acercaba a nosotros y nos obsequiaba una estampita. Deditos encontró un día su reinado celestial todo dado vueltas, saqueado y al día siguiente, para colmo, un monaguillo tan borracho como él jugando con unos caireles le quemó el lugar. Se lo vio partir furibundo, maldiciendo bellaquerías y conspiraciones sulfurosas. Al mes, ya arrojada lejos la ropa de militante divino se encontraba tomando grapa en el bar, jugando billar, yendo y viniendo del teléfono público en busca de la cita con una puta cara. Todo volvía a su sitio y el barrio respiró con normalidad. Salvo por un detalle observado por Alsina, el que jugaba con él a las carambolas: Deditos había perdido lo horripilante de sus dedos y mostraba unos nuevos, largos, levemente amarillentos. Dicen que el contrincante, mientras estudiaba la posición de una bola adversa descubrió el cambio y detuvo el andar sobre el paño para preguntarle que había pasado. Dicen que se echó para atrás el pelo grasiento y sin más contó la historia fabulosa. Precisaba dinero para la operación que se hacía en Buenos Aires, ¿De donde diablos la iba a sacar? De la limosna sagrada. ¿Quién le puso la iglesia? Unos estafadores que le propusieron recaude para lo suyo pero que deje un buen pedazo en sus arcas. Como no devolvió demasiado le quemaron el templo. Así fue y así se cumplió, dicen que alargó Deditos sin conferirle demasiada importancia al hecho mientras remataba la frase con un tacazo leve. Así era Deditos: un delirio en cara seria y manos, ahora normales como la vida que se empeñó a llevar. Casose con una chica, hija del óptico, a todas luces llena de bonhomía pero que en el fondo pretendía explotarle la fortuna que oportunamente había perdido en la operación y la expropiación de la mafia. Cuando ella supo la verdad, que no se había casado con un millonario de Echesortu de manos rehechas, sino con un pelandrún inexpresivo no tardó en dejarlo por un viajante. Deditos, inmutable, volvió como siempre al paño del billar sin comentarios. Pero aquello que cuento y espero sea breve por lo fulgurante del milagro sucedió entre gallos y medianoche como las bengalas nacidas en el amanecer, de esas que explotan solitarias hacia el fin de la fiesta. Deditos sabía tocar el bandoneón. Lo había aprendido de chico y olvidado de su saber lo abandonó. Fue en una fiesta a la que asistió con su cara de enterrador. Le pasaron mucho vino y finalmente el bandoneón. Tocó, dicen como los dioses. En la esquina estaba el representante de la mejor orquesta del momento: los Luxor del Tango. Lo contrataron y partieron a la semana a Japón con el integrante nuevo. Nunca más volvió. Abandonó al grupo en una aldea de aquel país tras una chica de pelo lacio que vivía en lo alto de una montaña. Deditos borró su nombre de la esquina y del barrio. No con el fin de triunfar en el exterior y regresar sobre el carro de bomberos o aparecer en las portadas de las revistas de espectáculos. No, Deditos, al fin, encontró el amor, la salida al laberinto en la lejana patria del Oriente. El otro día, Miguel nos trajo al boliche una nota fotocopiada: habían nacido en Japón dos mellizos con manos de cangrejo y sus padres que aparecían en la foto lo mostraban orgullosos. Principalmente él, Deditos, mandándonos un mensaje con su sonrisa a pleno sabiendo que lo sabríamos: llegué, viajé, fui feliz, me hice artista y tuve descendencia. Ahora me falta garcar a alguien para darle a mis criaturas unas manitos normales, pero hay tiempo. La publicidad, debajo atestiguaba la búsqueda. Una empresa de guantes auspiciaba la nota.

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