CONTRATAPA
› Por Ariel Zappa
Hay un pasillo que me espera, tan cruel como largo y mugriento. Lo he caminado tantas veces. Pensaba en eso cuando miré mi tobillo y leí su nombre. Tomé el trapo más a mano y fregué sobre el tatuaje sin pausa. Sentí un ardor prematuro pero firme que se agrandaba a medida que menguaba el movimiento. Luego, fue un puntazo infame que me recorrió toda la pierna. Salté hasta llegar a la pileta del baño y dejé correr el agua. Al principio, nada. Al segundo siguiente, creí desmayarme. El frío caló por la piel escaldada. Quedé con la boca abierta tirado en el piso de cara al techo. El dolor por toda la pierna adormeciéndome el pie y endureciendo mi vientre tanto como una piedra.
Siempre pienso lo mismo: son jodidos los recuerdos. Todavía no he logrado despegarme de él y ya tengo una mancha roja a punto de estallar en sangre, cubierta por una pielcita violácea tan delgada como si fuese de seda. Yo me opuse al tatuaje hasta que pude. Pero su insistencia hizo que cediera y me impusiera su sello epidérmico. Ese rótulo eterno que nunca me abandonará.
Hacía poco que había dejado de consumir y los consejos que me daban los hermanos de la iglesia ya no eran suficientes. Las noches eran interminables. Cuando no dormía, comía. Eso me calmaba como casi ninguna otra cosa en el mundo. Cuando no quedaba comida la buscaba. Le hacía el amor toda la noche, todos los días. Se escondía ella. Me mentía. Decía que se iba a la casa de una amiga y terminaba en la casa de otra. Me ponía más ansioso. Por eso me acosté con la amiga. La tipa se puso nerviosa porque me di cuenta que mentía. La cubría. Me abalancé y se resistió hasta que pudo. Además, siempre le tuve más ganas que a cualquiera. Y lo cuento porque ella tuvo la culpa: yo no perdono la traición.
La encontré tres días después. De no haber sido por la madre hubiera tardado menos. Al paso de las horas, caí en la cuenta de que la vieja me dio pistas falsas. Apenas la vi, supe que sabía todo porque, a boca de jarro, me preguntó si había lastimado a alguien.
El amor no lastima, le dije es la traición, hija de puta.
Fue un solo tajo: el tiempo, el amor y la mentira. Me tatué un recuerdo abrigado al sol de un amanecer sentado en el tapial de su casa. El tajo empezó ahí. Nació en sus labios, siguió por el orificio de los ojos para enredarse en su pelo.
Yo había dejado de consumir, estaba nervioso y no la encontraba. La buscaba para hacerle el amor día y noche. ¿Qué más quiere una mujer?
Me llevan a la enfermería. El aire apesta a humo y muerte. Pero yo no soy de los cobardes que atrasan los relojes. Aún conservo la esperanza de que si borro el tatuaje, el tajo se cierre y empiece a correr el tiempo desde cero. Porque el mío se quedó allí: en esa huella de tinta.
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