CONTRATAPA
› Por Javier E. Núñez
El Chino Ramírez miró al fondo de los ojos llorosos de la niña. A pesar de la pena que le empañaba la mirada, se adivinaba la insoportable belleza que con los años habría de deslumbrar a todo el pueblo. Se llamaba Sofía y tenía once años. Aferraba fuerte a sus hermanos, de seis y cuatro años, uno de cada mano. Los padres llevaban muertos un día y medio.
"Me la quedo -dijo Ramírez-. Acá va a tener una buena educación"
"Y con los mocosos qué hacemos", dijo el intendente, mirando por la ventana. Se veía el camino de tierra bordeado de eucaliptos que llevaba fuera de la estancia, pero no se veía el final. La ruta estaba lejos.
"De esos que se encargue el estado: esto no es un orfanato".
El intendente se los llevó a la rastra. Sofía lloro despacito, sin estruendo.
"Sé que ahora parece difícil -dijo Ramírez, y su voz sonó amable-. Pero con el tiempo vas a aprender a quererme".
Una tarde, cuando Sofía andaba por los dieciséis, llegó una gitana al pueblo. "No creo en esas boludeces", dijo Ramírez. Pero la mandó a llamar y le preguntó por su futuro con Sofía.
"La amarás, y ella te amará por un tiempo. Pero un día llegará un joven con un solo brazo y la perderás para siempre".
Ramírez recibió la noticia con amargura. Le pagó y no preguntó más nada. Cuando la gitana se retiró, le anunció a su capataz:
"Tengan los ojos abiertos. Si un día cualquiera, en este mes o en varios años, aparece un desconocido con un solo brazo, me lo traen urgente para acá".
Pasaron los años. Sofía sucumbió a los esfuerzos de Ramírez, se dejó halagar por sus atenciones, aceptó su cariño torpe y ansioso. Poco a poco, empezó a quererlo.
Una mañana de un día cualquiera, el capataz apareció escoltando a un forastero. Era apenas un muchacho, de mirada profunda y barba incipiente. Vestía unas prendas gastadas que parecían ser sus únicas pertenencias. La manga izquierda de la camisa a cuadros estaba plegada a la altura del codo, un alfiler de gancho la aseguraba sobre el hombro. Un accidente en el aserradero, dijo. La voz sonaba fría, desaprensiva.
Ramírez lo contempló con disgusto. Le costaba entender que el destino de Sofía pudiera estar unido a ese sujeto; que la mujer que amaba pudiera preferir a ese desconocido que no tenía dónde caerse muerto antes que a él.
Le ofreció techo y trabajo. El joven accedió. Cuando salió de la habitación, un cruce de miradas bastó para que el capataz entendiera lo que realmente pretendía. El joven fue escoltado hasta los baños, donde en lugar de la ducha y ropas limpias prometidas, se encontró con las manos pesadas y ásperas del capataz en torno a su garganta.
Debió terminar allí. Ramírez lo sabía. Tenía que ordenar que el cuerpo desapareciera de inmediato, que nadie lo volviera a ver. Sin embargo, el peso del augurio de la gitana fue más fuerte que su prudencia: pidió ver el cuerpo, para asegurarse que su relación con Sofía ya no corría ningún riesgo.
Ella los sorprendió detrás del establo, con el cuerpo despatarrado sobre una carretilla. Lo reconoció de inmediato, a pesar de los años. "Mi hermano", dijo. Y Ramírez supo, sin necesidad de escuchar nada más, que acababa de perderla para siempre.
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