Sábado, 4 de marzo de 2006 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Los que llevamos algunos años, acaso demasiados, en el ejercicio de esta profesión del periodismo, sabemos muy bien de qué se trata la censura, no la que trasciende sino aquella otra que es la real y es mucho mas siniestra y a la cual parece imposible vencer. También conocemos el miedo que determina las distintas formas de la autocensura, que son harto diferentes en los medios gráficos, en la televisión o en la radio. El tiempo me permite suponer que no me equivoco tanto. Cincuenta años en la prensa escrita, más de treinta en la radio, cerca de treinta en la televisión, me han hecho conocer esa autocensura.
Sobre todo cuando se trata, en televisión o en radio, de programas en vivo. En cuanto a la forma escrita (mal o bien escrita) del periodismo gráfico, sabemos de censuras que van de la mera estupidez a la mayor de las infamias.
Pero hay una forma de censura de la que se habla poco y que acaso sea el único en tenerla; la censura que nos afecta de manera personal, que la vivimos íntimamente, eso que vulnera sin remedio la insoportabilidad del ser de la que hablaba Kundera.
En mayor parte se encuentra dictada o manejada por el miedo, aún cuando en ocasiones se puede vencer. En otras es la amistad, algunas muy cercanas y otras no tanto. Hay una forma de censura interior que es, paradójicamente, una cuestión de lealtad. Podríamos, por ejemplo, decir esto y aquello. Pero inmediatamente, porque lo que conocimos fue en momentos en que la otra persona, la afectada por lo que pasaba, hablaba y decía cosas que después se arrepentiría de haberlas dicho, nos callamos.
Frente a esa realidad suelen reaccionar, aquellos que se confiesan, de manera muy opuesta: en algunos caso priva la sinceridad, y otras veces copa por medio, nos piden que hagamos que lo que se dijo nunca se dijo; otros utilizan la inteligencia arteramente y dicen que lo que han dicho nunca lo han dicho: hay quienes manejan ese "desliz" tratando de desaparecer, de tomar distancia, de hacer como que nunca nos conocieron. Las mujeres y los hombres nunca reaccionan de la misma manera. Sus actitudes pueden ser parecidas, pero los matices no tienen nada que ver en una historia como en la otra.
Por otra parte, hay algo que hemos inventado que nos guía. En el ensayo "Nuestro pobre individualismo", Borges cita unas líneas del Quijote: "...allá se lo haya cada uno con su pecado (...) no es bien que los hombres honrados sean verdugos de otros hombres, no yéndolos nada en ello". Ignoro si he cumplido cabalmente con esta lección, pero creo haberlo intentado. Quizá llevado por el enojo he perdido ese no meterse con el otro.
Supongo que en ocasiones se actúa por soberbia. Podemos decir tal o cual cosa para defendernos. Para poner las cosas un poco más claro. Pero no lo hacemos porque algo nos dice que estamos por encima de eso, somos de otra pasta. No es así, se trata mucho más tremendamente del peor de los pecados, el de la soberbia.
En ciertos pequeños casos hay que pensar que un tipo de censura (no la que emana del poder) es divertida por la tontería que refleja, por una insalvable falta de inteligencia. He sido eufemista a lo largo de estas líneas, por el sentido de mi propia censura. Pero en este caso no afecta a nadie. Trabajé para un diario en el cual se encontraba prohibido mencionar al creador del monumento a la bandera. En otro, uno de los secretarios, el que manejaba los artículos que yo le llevaba sobre jazz. Y su insistencia llegó a cansarme. ¿Por qué siempre las fotografías eran de músicos negros? Le contesté lo previsible: el jazz es particularmente una música de los negros, de los afroamericanos, si bien hay excepciones. Para darle el gusto escribí sobre Bix Beiderbecke, Chet Baker, Django Reinhardt, Red Norvo, Red Rodney. Me arrepentí y dejé de hacer lo que hacía. No era difícil. No me pagaban. También, dentro del mismo tema, se me dijo el caso opuesto. Por una cuestión presuntamente estética, les resultaba molesto que escribiera sobre los viejos músicos de jazz. Duke Ellington, Count Basie o Earl Hines habían pasado de moda.
En televisión, uno de los programas que fueron sacados del aire y que yo conducía, fue porque me atreví a hablar de infanticidio, según los conceptos de Pavlovsky, y eso afectaba la publicidad del canal en uno de cuyos avisos aparecía Andrea del Boca, niña por ese entonces, no con la alegría sensual que nos muestra en la tapa de alguna revista de actualidad.
En radio, cierta vez, volvemos al jazz, no me dejaron hacer un programa pues se trataba de una música extranjerizante. Como vieron que los discos de jazz que llevaba eran de Enrique Villegas, me dijeron que tratándose de un músico argentino, entonces sí. Es cierto, Villegas hacía un jazz argentino, pero tocando a Ellington o a Monk.
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