CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Leo las noticias sobre crímenes de ancianas y relaciono esto con mi infancia. Estas son viejecitas solitarias, que se extinguen por lo general en casuchas en donde las últimas germinaciones de sus vidas se expanden buscando un poco de sol, con sus magros ahorros, su indefensión, sus mataduras. Según las crónicas policiales, alguien siempre hay un "alguien" allegado a la casa, un familiar, es quien las termina fulminando. La imagen es recurrente: ellas abriendo la puerta a algún conocido que no es ni más ni menos que la mismísima Huesuda en persona. Cuando yo era jovencito, allá por los arrabales bajos, era al revés. Las viejitas degollaban a sus parientes. O los amarraban a las camas de fierro. Les hacían beber brebajes borrascosos. O los dejaban tumefactos, idiotas y en la calle. Eran viejas bravas aquellas. Habían lidiado con los indios, el alcohol envarado de los compadres, maridos golpeadores, policía brava. Muchas llevaban las marcas de sus afrentas y no había afeite alguno que pudiera cubrir sus cicatrices: a alguna le faltaba un ojo, a otra un brazo, a una tercera la oreja. Vaya a saberse en que andurriales volcánicos, de caliza y sulfuros habrían circulado; hablo de cuando aún no se había ni ideado la Tierra. De esas épocas pleistocénicas debían ser. Las veíamos andar. Pasábamos por sus puertas con temor y jamás de los jamases una pelota caída por accidente en sus patios formó parte de nuestros reclamos. Las dejábamos morir calcinadas por el verano o la escarcha: una pelota podía volver a conseguirse, una vida nunca. Viejas ofendidas con la vida, maturrangas y diabólicas; viejas terroríficas. Hasta la mismísima Iglesia no podía con ellas, por más que desde el púlpito acusador el dedo de algún cura agusanado, las marcara como brujas, criminales o apóstatas. Ninguno podía engrillarlas. Ni la propia familia, chantajeada por hilos invisibles de comunión, sanguíneos lazos que mantenían y que intuíamos, como todos los chicos que saben cómo las cosas ocurren pero no pueden comprobarlo. Se contaban historias espeluznantes: niños pendiendo de alambres como matambres por alguna travesura, niños puestos a freír o cocinar en calderos, niños atraídos a sus territorios para luego ser devorados por canes del demonio o segados para hacer con sus tripas emplastos para sacrificios u honras infernales, porque se sabía, no hay como las vísceras de un virgen para redimir una taba culera. Esto lo oíamos en los paisajes de antaño, mientras nos repiqueteaban los dientes en las esquinas, junto a los tachos de fuego, junto al vendedor de castañas que era quien nos transmitía esas ideas. Hasta que una mañana venturosa de sol dimos en el clavo de nuestros más palidos terrores. Aquellas historias truculentas provenían de una sola fuente cantarina y que se agitaba como la cola de una serpiente: el vendedor de maní y castañas que estaba siempre en la esquina de la canchita de Arrecifes. Pudimos resumir nuestros pánicos, entonces, a una sola idea, a un solo cuerpo y entonces, juntando los retazos de pertenencias deducimos que aquellas historias de viejas bravas y asesinas no podían ser del todo verdad, puesto que al consultar con otros, las viejos del club, algún tío, nos decían que nos dejemos de joder con boludeces. ¿Cuánto tarda la soldadesca en retirarse de los campos al darse cuenta que los generales son cobardes? ¿Cuanto tarda un pueblo en dejar de votar a gobernantes traidores? ¿Cuándo los jovencitos empiezan a entender sobre el arte de la mentira y logran descular el juego negro de pretender aislarnos con el pánico para vaya a saberse que encastre misterioso? Años, muchos años: los mismos que nos llevaron a darnos cuenta, uniendo las partes despedazadas, alguien dijo -y nos corrió un frío de coincidencia por las costillas que era Vito, el vendedor ambulante, el único, entiéndase bien, el único propalador de aquellas leyendas. Lo que había contribuido era que en el barrio no faltaba una vieja ciega o tullida reacia a hablarnos para que echáramos sobre ellas todo el manto de sospechas con que se nos había venido contagiando. Empezamos a entender como si una ráfaga de viento se hubiera llevado las nubes de desgracia que nos enturbiaban la visión: el tipo era un activista del terror Debe tener una abuela muy jodida, extendió Toledo siempre tan perspicaz. Es el único que habla de eso, ¿O no?, empujé a mis amigos a reflexionar. Esa noche lo vimos haciendo sonar su ulular de cuerno de toro. El sol muy modesto tiznaba las sombras. Vito era ya un hombre rojo, un diablo que revolvía en el altar de la caja de hierro donde asaba las castañas. Hacia él fuimos, decididos a buscar la verdad. Nos descargamos de uno en vez, luego nos superpusimos como desatragantándonos de la ristra de falsedades, sabiéndonos usados. Le dijimos mentiroso, miserable, cagón. El nos observaba embocando las castañas en los conos de papel de diario. Les voy a mostrar. Y levantándose el pullover nos dejó ver una cicatriz ancha en su panza peluda. !Esto, esto lo hizo una bruja y lo volverá a hacer si no se cuidan! atronó. Esta ahí, dijo Vito señalando sobre las casas, está ahí y los puede matar. Nos fuimos. Abrimos un cono robado: se desprendió un humo denso. Hubo un silencio aletardado por el crujir de nuestras mandíbulas. Al fin, el sabio Antonioni habló. Anoche me contó mi abuela todo: su mamá enloqueció porque dicen que el diablo la estaba buscando y siendo Vito muy chiquito, cuando volvió del patio lo confundió y lo cosió a puñaladas. Terminó loca en el asilo, la pobre.
De ahí en más hicimos todos buena letra y nuestras madres jamás tuvieron hijos más juiciosos.
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