CONTRATAPA
› Por Eugenio Previgliano
Una vez más guío mi automóvil blanco por la autopista Duarte. El paisaje no es gran cosa; de a ratos se ve un rancho y a veces agua por los dos lados: a la izquierda el mar, a la derecha la laguna, y unas garzas. Una vez antes de ésta, recuerdo, vi una zorra salir disparando entre unas plantas pinchudas que se alzan al costado de la laguna, pero esa vez tenía un destino más claro. Hoy, sin embargo, espero poder guiar durante un par de horas más para llegar a un lugar donde quise ir antes.
Se trata de un rancho que dista algo más de un kilómetro del próximo rancho y desde los dos al pueblo más cercano habrá unos veinte kilómetros. Hay dunas, mar, unas plantas secas y leñosas y entre las espinas, por la mañana, caminando con suavidad de alpargatas, se puede ver una pequeña culebra serpenteando entre las ramas; eso si se ve con atención, pero en cambio si uno se deja llevar por el susurro copioso del viento que viene del mar las culebras se mueven sin sorprenderte y sólo cuando la lechuza, el urubú o el zopilote caen sobre ellas, mirando hacia atrás, tomás conciencia de que ahí estaba, vivoreando, la vivorita porque ha dejado en la arena una vivorita abajo que va serpenteando, va dibujando en la arenita la viborita que serpenteando va dibujando una vivorita.
Guío el automóvil por la carretera, decía y si bien los dispositivos de navegación me informan que me desplazo hacia el Este, yo siento siempre que voy para el Norte. Estoy seguro de que más allá, pasando los ranchos que espero alcanzar con la luz del atardecer, está la frontera y deberé exhibir sin pudor mis papeles, los papeles del auto, abrir todas las puertas y mostrarle a la autoridad policial que suscribe, el enorme desorden que llevo conmigo, esa colección desatinada que me acompaña pero prefiero no pensar en lo que puedan sugerirle al inspector esas cosas, mi único deseo, ahora que soy un verdadero veraneante, es llegar a mi destino.
Por un instante me pregunto qué ocurriría si el destino que estoy buscando fuera más allá de la frontera, si tuviera que hablar en otro idioma, completar una ficha de inmigración, dar a sellar mi pasaporte, justificar la importación transitoria del auto, pasar la inspección del servicio de sanidad. ¿Es que cambiaría en algo estar de uno y otro lado de la frontera? Busco sin embargo, con alguna ansiedad en la guantera mi pasaporte, mi cédula y mi carné de conductor. Están dentro de un papel plegado que originalmente fue una carta que me informaba sobre algunos comentarios técnicos de un proyecto, porque yo soy, aún cuando a veces no lo crea, un ingeniero, y entiendo de límites, de trazados, de autopistas y de caminos.
Cuando me puse en marcha tenía otra idea, quería ir a un lugar donde hubiera trenes, donde no tuviera necesidad de manejar, un lugar donde hubiera trenes subterráneos, quizás de dos plantas, discurriendo por una red nodal que tuviera varios niveles para poder bajar de un tren, subir de nivel hasta otro túnel, discurrir por unos largos corredores subterráneos con una vereda rodante, pero ir caminando por la cinta a mayor velocidad que los de ahí, que los que todos los días hacen ese recorrido desde una terminal a la otra para transbordar de tren para, en el vértigo de los pasos agigantados por el trottoir roulant tomar nota de nichos, tambuchos, puertas y trampas que abran/cierren el conducto que conecta estos lugares acotados por las vías y eventualmente abrir/cerrar puertas para ir viendo por donde se va.
Y sin embargo ahora sigo manejando por la autopista Duarte. No hay carteles que indiquen la distancia a la frontera ni la máxima velocidad para transitarla. Noto un ave volando hacia la laguna, que ha quedado atrás. Eso es en el cielo, donde brila el sol. En la tierra sólo hay arena que vuela con las ráfagas de viento y me alegro de no ir a pie, por mis ojos.
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