Jueves, 9 de septiembre de 2010 | Hoy
Por Javier E. Núñez
Se preguntó si sería ella, porque cuando se quitó el corpiño y las tetas le cayeron como desplomadas sobre el pecho escaso, pensó que no se parecía tanto. Pero entonces ni siquiera le habían crecido las tetas, ¿por qué lo había asaltado ese convencimiento justo en el instante en el que era toda piel sobre las sábanas? La manifestación del cuerpo desnudo, se dijo. Ver a una mujer sin ropa por primera vez, es como volver a conocerla, desbaratar el concepto previo y ajustarlo a la evidencia que está ante nuestros ojos. Una desconocida sin ropa es un doble desconcierto.
-No sos de hablar mucho -le escuchó decir.
-No.
Entró al baño y dejó la mochila junto a la pileta. Abrió el cierre y metió la mano: tocó algo pesado y frío. Después volvió a la cama y se sentó en el borde. Hasta ahora había sido fácil. No siempre resultaba así.
-Yo lo hago -dijo ella. Se agachó al pie de la cama y tiró del jean. Lo miró con ojos divertidos, y asomó apenas la punta de la lengua. Algo en ese gesto despertó en él la misma inquietud, esa impresión de reconocimiento. O tal vez sus ojos: los ojos que sonríen siempre reflejan un poco al niño interior. Pero cómo estar seguro. ¿Y si era ella? ¿Sería lo mismo que con las otras?
Lo había notado poco antes, contra las luces de un auto que dobló en una esquina iluminando sus caras; luego también en la claridad del hotel. Porque antes, cuando empezó a hablar con ella, no era más que una difusa sensación de familiaridad. Pero a la luz despiadada de unos faros amaneció su duda. La conocía de antes. Cuarto, quinto grado. ¿Sabrina? ¿Samanta? Algo con S.
-¿Tenés forro? -preguntó ella mientras le sacaba los calzoncillos. El miró su propio pene, todavía flácido pero crecido, asomando entre la mata de pelo oscuro. Sin esperar respuesta, ella continuó: -No importa; yo traje.
Se dio vuelta en el suelo y se estiró hasta tomar su cartera. Sacó un preservativo y cortó el envoltorio con los dientes.
-Cómo te llamás.
-Como vos quieras, mi amor. Qué te gusta.
-Algo con S.
Ella rió. No era una respuesta habitual.
-Sonia. Susie. Silvia -propuso-. Elegí el que te caliente.
-No, decime vos. Ella lo miró un instante y una chispa de complicidad pareció destellar en sus ojos. No estaba seguro.
-Susie. Con e final. Como en inglés -explicó mientras le agarraba el pene con la mano derecha, y le tiraba la piel hacia atrás. Y si querés te digo ouiéa y omaigód.
No era la respuesta que pretendía, pero decidió no insistir. Probablemente estuviera equivocado. Habían pasado... ¿cuántos? ¿Veintitrés, veinticinco años? ¿Cuánto, al fin y al cabo, podía quedar de aquella pecosa con delantal blanco que se sentaba al lado de la ventana, en este cuerpo ajetreado por los años y la huella de tantos otros cuerpos... Y, aunque fuera: ¿se acordaría de él? Se preguntó eso mientras veía su cabellera rojiza subir y bajar sobre su falda, mientras el calor que nacía entre sus piernas se expandía lentamente al resto de su cuerpo. ¿Se acordaría de él, y de su poesía cursi en una hoja Rivadavia?
Cogieron sin escándalo, con jadeos cortos. Solamente cuando la obligó a darse vuelta y se la metió por el culo, ella alzó la voz y se puso a gritar en rudimentario inglés, hasta que él se desplomó sobre ella.
Al rato se levantó, caminó hasta el baño y arrimó la puerta. Hizo un nudo en el profiláctico y lo guardó en una bolsa de nailon que sacó de la mochila que había dejado junto a la pileta. Se lavó. Sintió que lo invadía el mismo asco de siempre. Y la adrenalina. Sacó un par de guantes de goma que se colocó con cuidado. Metió la mano en la mochila. Ella fumaba en silencio, mirando el techo.
-Pessotti -dijo ella de pronto, desde la cama-. Andrés Pessotti, sos. Turno Tarde de la Belgrano.
Se asomó desde el baño.
-Era algo con S -contestó-. Tu nombre, quiero decir.
-Cómo no te vas a acordar. Si hasta me escribiste una poesía. Eras un dulce.
-El se rió. Después se quitó despacito los guantes.
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