CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Era el muerto vivo más perfecto que habíamos visto. Sobresalía entre muchos otros cadáveres vivientes por su longilínea figura capaz de inspirarnos cuentos de miedo. Un difunto con gravedad cero en su negocio, con hojitas desprendidas de sus pistilos en el aire, mientras despachaba las flores para su entierro que parecía no concluir nunca, destinado a oficiar de asistente a su propio velorio. Era lo más parecido a un espantapájaros pero bien vestido, acodado en su mostrador, mirando pasar la vida y los días con una resignación de viudo, de enlutado por su alma impropia en esta tierra de bárbaros alegres y felices a la fuerza que traíamos sólo por el impulso de ser jóvenes, burlarnos de la muerte y estar enamorados de algo que nos bullía en la panza. Fue un domingo de marzo y andábamos a la deriva por el Parque: el lago central, un manchón de verdín, el laguito anexo donde jugábamos a llevarnos a nuestra cama a la dama desnuda de piedra pintada de blanco que yacía dormida desde que teníamos uso de razón esperando vaya a saber que príncipe valiente que la sacara de su encantamiento y la hiciera mujer de carne y hueso. Como dentro de un decorado de frisos del cementerio, por detrás pasó El Florista caminando con unos gladiolos en la mano. Llevaba un sombrerito alto que le confería a su figura el estilo de un poste rematado en un gorro frigio. No entró a la necrópolis como esperábamos y ya cerca del zoológico dio a sentarse junto a una chica que lo estaba esperando en un banco.
¡Tiene novia, el Muerto tiene novia! Desde sus inmediaciones llegaba Dalmiro con la novedad.
¿Vieron la mina que lo acompaña? ¡Es una elefanta propiamente! Y admirados por aquella descripción acudimos cruzando el boulevard prestos a observar de un sitial privilegiado aquella pareja de fenómenos circenses. Hicimos que pasábamos conversando de nada frente a ellos: es verdad, ella era muy pero muy gorda y él extremadamente flaquito con sus florcitas en la mano y su cadavérica estampa. Nos reímos. Alguien propuso volver a pedorrearlos, pero aquello ya había dejado de tener gracia: ¿Era un chiste ver a dos figuras queriéndose, por más desigual que sean los cuerpos? Porque son feos los dos, argumentó Anchart, rubio, desmelenado y ya feroz en la porquería de vida cruel que seguramente habría de consumar con los años. Yo no voy, dijo Almada que ya había pensado en su gorda hermana. Yo me fui con ellos hacia el embarcadero dejando al grueso del ejército burlador la tarea. Después nos dividimos, la luna helada se abrió de golpe sobre las ramas y fue el tiempo de ir volviendo. Al otro día nos enteramos. Que habían vuelto a pasar, que uno de ellos, por detrás del banco, aprovechando el momento amoroso, les dejó envuelto en hojas de plátano mierda de perro y que la dama, al correrse, seguramente aceptando un avance del Florista, coqueta y ardiente depositó sus asentaderas gigantes sobre aquello. Y que ellos festejaron de lejos la cosa y que el Muerto se levantó, los miró con una rabia que los hizo reír aún más, para luego intentar limpiarle las faldas del ridículo, del olor y la humillación. Habíamos parado de fulbear y estábamos sudados, a merced del helado viento. Uno o dos se rieron. Almada y yo no lo hicimos por causas bien diferentes. El porque seguía pensando en su hermana y yo porque ya esos juegos habían empezado a repugnarme. Pasó un Kaiser Carabella de velorio y dedujimos la imagen: el Florista en su negocito de acuario, apenado por el hecho, acicalando unas flores para los muertos, entristecido aún en su tristeza congénita con el paseo dominguero con final infeliz.
No hubimos de esperar demasiado por la noticia. Aquellas cosas solían ocurrir en mi aldea de supersticiones y mareas invisibles con sables vengadores, santos matreros, maldiciones, juramentos y conjuros. Anchart se había muerto en la semana: lo encontraron enredado en los cables de luz que pretendía hacer caer sobre un árbol viejo para que se incendiase. Pobre idiota. Se lo merecía. Dios castiga a sus criaturas. Dios era bueno pero mejor que no lo provocaran. Llegó el fin de semana y un desafío futbolero nos llevó por la zona cercana a las barreras de 27 de febrero al fondo. Al regresar sorpendimos al Florista en otro banco con su inmensa novia. Una tarde parecida, con las mismas flores y los mismos arrumacos.Yo pensé que el amor triunfa y que tal vez, la paradoja es que los familiares de Anchart le hubieran encargado sin saber flores para el entierro del hijo. "Dios es un tipo bravo", me sorprendí pensando. Y me persigné por las dudas.
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