Lunes, 20 de septiembre de 2010 | Hoy
Por Víctor Zenobi
Hacía mucho tiempo que éramos amigos, lo cual no aseguraba frecuentar confidencias de nuestra vida pasada. Ocurrió que mi madre había muerto unos días antes y me acompañó a la casa de ella, cuando decidí desafectarla de sus cosas personales. Mi estado de ánimo no era el mejor y como él me ayudó, como casi siempre hacía, nos tomamos un respiro y nos dimos al diálogo al que a veces propendíamos y que ese día comenzó como casi siempre, por algo que le dije: Si te las pasás dando... obligás al agradecimiento. En realidad, no era lo que yo pensaba, sino que daba, dando todo perdido de antemano, para no angustiarse... Me miró con cierta ironía y me replicó con una frase que enseguida cobró otro sentido... Perdón, me dijo: si devolviese lo que me han dado, no tendría nada... Seguimos en nuestra tarea, pero a la noche, cuando descansábamos al amparo de los jazmines y las madreselvas retomamos el tema. Obviamente, me atreví a algo más, porque mencionó el saludo que su madre dejó escrito el día de su muerte: "Perdón a todos. Chau. Elda". Estaba escrito al pie de página, en una hoja en blanco, que supo instintivamente encontrar... Ella le hablaba siempre del don: de algo que se tiene o se hereda, pero sin que sepamos por qué o de donde, algo que nos hace llevar a cabo una tarea por pasión o amor.
Por de pronto, no le pasaba desapercibido que la misma palabra perdón conlleva un don y eso nos permitió elucubrar que su madre había asumido de esa religión cuyo símbolo es el sacrificio de un hijo, un sentido de culpa y de redención, heredados de ciertas tragedias. Una de las cuales, ella parecía haber actualizado... Para colmo, se llamaba Elda y él entendía que por eso, tal vez hablaban del don, del dar. "El da", sólo que a partir de su muerte, el dar cobró un nuevo sentido... Dar... qué ¿dar la muerte...? ¿Darse hasta la muerte, como si la impronta del don y del dar fuese tal que debiese sucumbir al realizarse...? ¿Y después...? Al fin de cuentas, el saludo de su madre parecía anunciar una despedida momentánea y tal vez, la vivencia de que a ella se le había revelado un mundo perfecto y enteramente legible. Un mundo sin posibilidad de cambio, donde todo lo que no había sido, ahora era para siempre y de tal modo, que lo signaba muy especialmente, ya que durante años su madre había sostenido en sus discusiones, que los suicidas son cobardes. En su gesto final, sin embargo, parecía cederle sus razones, como si al ser madre hubiese despertado a una verdad sostenida por el hijo. Sentí dijo: que algo le debía a su gesto... sólo que esa verdad, ahora encarnada en el vacío irrecusable de un hecho, ya no me parecía una verdad, sólo algo soportado en un razonamiento inconsistente... El da... agregó de repente... y luego... ¿qué doy? ¿Lo que me han dado... tal vez nada...? ¿Y entretanto?, le pregunté: ¿Qué perdés?... En cualquier caso, ¿quizá nada? ¡Qué suerte!, agregué irónicamente: Librarse de ese modo de la angustia.
Se detuvo por un momento, recuperando el hecho de lo que acababa de enunciar. La noche recién comenzaba y no quise volver a interrogarlo. El momento fue complaciente, tal vez porque en seguida recuperó su manía de pedir perdón, cada vez que proponía una idea, un perdón (ahora parecía percatarse) que reiteraba en nombre de ella, como si fuese la que pusiese a la frases, el punto final. Aunque en realidad, lo que más lo trabajaba en el fondo oscuro de su intimidad era el saludo y su recordatorio: Chau nos promete un reencuentro. agregó: Algo así como... ya nos veremos más tarde... no tardo en regresar... Salvo que mi madre regresa en mis sueños y, me reprocha que no supere sus designios. Pero... cómo hacer con semejante consigna que para colmo, es la verdad de cualquier vida. No pude menos que recordarle que las verdades de cualquier vida no se parecen; mi madre en su lecho de muerte había arrojado una duda sobre la conducta de mi padre. ¿Para qué me comentaba tal cosa en esas circunstancias? ¿Para sembrar la discordia en el afecto que yo le profesaba? Una duda permanente ya que mi padre había muerto hacía mucho y ahora ella penetraba en la misma región insondable con una falta comparable a la de mi padre y de mi parte, un rencoroso reproche.
¿Por qué mi madre no había podido sostener la abnegación hasta el final? ¿Podía más el rencor por mi padre que su amor por mí? Se quedó mirándome, asombrado de mi comentario y de la convicción del rasgo perverso, siniestro con que algunas madres se despiden o intentan permanecer para siempre. No sé si advirtió el peso de mi propia posición, incluso que hablábamos de un ser versátil, intercambiable, susceptible de diferentes versiones, una madre o la idea de una madre que resumíamos en una suerte de circunstancias contingentes, muy distinto a hablar de nuestras viejas, por ejemplo. Uno de los postigos de la ventana golpeó fuertemente contra el marco; la noche era profunda y el viento de la campiña suele levantarse sorpresivamente. Cuando cerré debidamente, me pareció que el afuera se llenaba de presencias invisibles. Por un momento creí ver a mi madre caminando por los jardines como solía hacerlo cuando yo era niño y me pareció imposible que no estuviese de algún modo allí, donde yo la recordaba, donde había pasado la mayor parte de su vida, callando sigilosamente sus secretos y resguardando sus deseos más oscuros. Mi madre ahondando ahora en la cavidad oscura de nuestras noches. Por un momento nos quedamos en silencio. El retomó lo que había enunciado un rato antes; me confesó que el saludo de su madre lo había perturbado. El saludo y la página en blanco que trataba de llenar, para hacer lo que siempre hacía: envolver con la ficción el peso de los hechos. Platón oscilando en el decurso de una palabra oral y una escrita. Platón reinaugurando la metafísica, en un acto contradictorio, ya que por versión o perversión de su maestro, que desdeñaba la escritura, se vio, destinado a escribir. De otra manera, ¿cómo grabar la memoria de Sócrates, el que se adelantó a la muerte con la cicuta para unir la acción a la palabra? Platón escribe el libro, inventa el diálogo, el drama, para afirmar la inmortalidad de la presencia, la recuperación de su voz. Jesús escribió unas palabras en la arena pero nadie sabe qué escribió, dije casi instintivamente. El que no escribe tal vez se suicida, murmuró, con un dejo de nostalgia.
Quizá por la mención platónica, sentí que la luz de la luna que entraba por las ventanas, demorándose en los recovecos, acompañaba una suerte de revelación que intensificaba el sentido de nuestra amistad y de nuestras preocupaciones. Por un momento, sentí que éramos encarnaciones de Hippias o Eutifrón y que ambos desdoblábamos el tiempo en una proliferación de tiempos simultáneos, o que se subsumían unos en otros abarcando una escritura y una voz. Y en tanto que, en su historia, él reiteraba su discurso, yo sentía que en su voz se reiteraba algo que declina o naufraga. Tal vez hablaba porque había perdido la causa de aquello que en su voz, o que su voz, repite, haciendo renacer un sentido sin nombre, ya que hay algo en la voz, que en ella misma no existe y que tal vez nos habla de un vacío en el aire que contiene? Por un momento, sentí que existíamos para que las palabras tuviesen lugar y no nosotros, que nuestros más recónditos sentimientos, nuestras más intensas sensaciones, eran sólo pretextos para abolir el silencio sepulcral del mundo. Palabras y voces que llegaban de muy lejos, atravesando dimensiones de tiempos y espacios remotos, contaminando el ámbito físico del ambiente hasta aliterarlo en la impresión de un sueño. Para colmo, su comentario, tan íntimo, tan personal, se transformaba para mí en una especie de escritura subsidiaria. Un redondeo inútil para evitar esa eterna subversión del inconsciente... Como sea, ahora su madre como la mía, era la mujer sin tiempo. El la llevaba a su límite extremo, grabando la contingencia de la escritura, como si el sesgo de una letra inscribiese una huella indeleble en el pliegue de una hoja intimidada, por la vertiente que arrastra la hojarasca en el cordón de las veredas. Elda se llamaba su madre. Había muerto voluntariamente una noche y ahora entraba de nuevo en la suya para rellenarla con presagios oscuros. Presagios que se deslizaban por sus sueños, donde ella volvía a través de una página en blanco y una despedida a pie de página que chocaba con su elocuencia ambigua. Recordó otros momentos y la noche posterior al velatorio cuando tuvo una pesadilla, en la que pronunciaba: nightmare, con una resonancia fonemática proveniente de otra lengua: noche madre, madre noche. Su madre y el nombre de su azar, la que entreveía ante sí acomodándose a su caída mientras la noche extraña se había vuelto inmóvil, apenas rasgada por el hálito tenue de la luna y eternamente silenciosa en la mudez giratoria de los astros. Noche hundida en la belleza de un mundo unido en un espacio enorme que atravesaba las edades y lo inmortal dentro del tiempo, volviendo extraña la respiración humana y la más extraña necesidad humana de preguntar por qué...
Una suerte de pudor me impidió confesarle que a mí me pasaba lo mismo. No quería que pensase que yo acudía a una identificación deliberada. Pero, al fin de cuentas, mi madre también era parte de mi noche y ahora entraba en la convicción insoslayable de una noche eterna, que me arrastraba al abandono del conocimiento, al desamparo del no saber, a la tristeza de sentirme aplastado entre la falta de límites y su abierta vacuidad. Sentí que de repente me volvía vertiginosamente viejo. Pensé en mi profesión, en mi vida y me comprendí innecesario. Tuve miedo y callé. Pero él, como si retomara el hilamen de mis pensamientos, murmuró a media voz: mi madre ha vuelto a mí en la tiniebla y la noche y en mis hojas susurra lo que tras tantos años se tornaba hojarasca del olvido... vino a mí con su muerte segura y afilada que se calla en muy poco, sin salir de mi cerco. ¿Para qué las repito? Para sentir que soy el mismo y no el eterno extraño que teme no ser en el silencio.
Todo eso me dijo. O dijo su voz en esa noche, justificando mi relato ante la mínima anécdota de su historia y de la mía, el esfuerzo disimulado por envolver los hechos con un manto piadoso. Por lo demás, era cierto que estaba en posición de dar. Sólo que daba a tontas y a locas, despilfarrando un bien que podía ser más benéfico que aquello que anudaba y no en todo caso, un bien para que la muerte sea un acto trivial, insustancial y pasajero. Yo trato ahora de repensar ese sentido para ubicarlo en algún lugar, porque lo cierto es que ese es un lujo que no me puedo dar.
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