Mar 26.10.2010
rosario

CONTRATAPA

En el fondo

› Por Javier E. Núñez

En el fondo, Flaca, todavía pienso en vos. Ya no te quiero, es cierto, pero por ahí me sorprende la nostalgia y es como si el tiempo se enroscara y volviera atrás, a esos días en que el mundo giraba en torno a tu recuerdo. Quizá recuerdo no sea la palabra precisa para definir lo que eras pero cómo definirte, cómo amoldar esa amalgama de sensaciones a los límites de una palabra que logre abarcarlo todo. Eras un sueño y un desvelo; una evocación de momentos no vividos; un anhelo vano. Eras el ansia de unos besos que no alcancé a dar, de caricias malogradas y perdidas en el abismo que se abría entre mis ganas y tu distancia. Eras una ausencia en mi cama y en cada momento en que te necesitaba. Una ausencia dolorosa porque no se iba, presente en cada instante. Cómo te quería, carajo.

Pero ya no, Flaca, ya no. Alguna vez te dije que el tiempo se encarga de cerrar las heridas. Y ya ves, aunque a veces piense en vos y me muerda este dolor de ayer, sé que no es más que el residuo de ese amor, como el vestigio de un sueño al despertar, como un miembro amputado en un día de humedad.

Aunque no lo creas, ahora soy otro. Supongo que me parezco más a quien era antes de todo eso, antes de los repentinos cambios de humor, de la obsesiva necesidad de vos que me consumía, de esos pozos de angustia en los que solía caer. No fue de un día para otro, claro. Me llevó mi tiempo desprenderte de mis ansias, pero ahora tiempo es lo que me sobra. Acá el tiempo es como una cosa blanda y gomosa, algo que se estira hasta el hastío y del hastío pasa a una suerte de indiferencia premeditada en la ya no importa qué día es, qué año, qué siglo. Esta (cómo decirte, cómo explicarte esta realidad tan incomprensible para vos que seguís tu vida con la tranquilidad de saber que todo es como debe ser, que los relojes miden el tiempo atados a los parámetros habituales, que los saludos de los vecinos te recuerdan que nada cambió, que el cielo sigue siendo azul y el Paraná un destello marrón del horizonte), esta laxitud del tiempo ayuda, Flaca. Uno se sienta y piensa, y pasar tanto tiempo solo lo obliga a uno a pensar en sí mismo: en lo que hizo, los porqués, lo que logró y lo que perdió.

Y fui cambiando, Flaca, poco a poco fui cambiando. Ya ni siquiera fumo. Te acordás cómo fumaba. Sí, claro, aunque quisiera tampoco podría fumar, mirá lo que digo. Pero creéme que tampoco lo haría porque ya no me consume esa desazón, ese desapego por la vida que me hacía fumar un pucho tras otro aun sabiendo que me mataba de a poquito. Bah, dije aun sabiendo, pero mi propensión a fumar como un condenado no era cuestión de negligencia. Era más bien un perjuicio deliberado. Un suicidio paulatino y constante, una forma de ir matándome día tras día sin asumir la responsabilidad de la bala en el paladar, de la soga al cuello, del salto al río.

Ese puede que sea el cambio más evidente. Podrá parecerte un detalle trivial, pero engloba un conjunto de transformaciones mínimas que me distancian del que fui. Porque, así como el olvido y la regresión a un estado de ánimo sereno y constante no se dieron de un día para el otro, tampoco se había dado así la desesperación que me fue llevando a ese quiebre, a esa explosión final de pegar un grito mudo y mandar todo a la mierda.

Tal vez a los demás los tomó de sorpresa, en general es así, aunque después uno empieza a pensar y se da cuenta que si no vio fue porque no quiso ver. Puede haber sido una sorpresa, pero aunque yo minimizaba la cuestión me la veía venir desde hacía rato. Y a veces pienso que esos silencios en los que me refugiaba imprevistamente fueron los más desesperados gritos de auxilio que pude dar.

Pero no lo hice bien, o no supieron escuchar. Ni vos, ni nadie. Ni yo mismo. Y el grito contenido fue un llanto postrero, una resignación. Y el abatimiento fue un dolor que me quemaba por dentro, que me obligó a esa escapatoria absurda, a esa necesidad de oscuridad, de espantar todos los sentidos para desterrarlos y condenarlos a un exilio inmediato y definitivo; y olvidar, porque matarse es la huida rápida para olvidar y no sentir y no ser y no.

Pero, te decía, el tiempo ayuda; acá el tiempo sobra y es laxo y blando. Supongo que así fui aprendiendo a no quererte más. Porque no hay mentira más absurda que el olvido: uno no olvida a una mujer, sino que aprende a que su recuerdo deje de doler.

Aunque a veces, cuando me acerco a la ribera y veo un tobillo o unas piernas que me recuerdan a las tuyas, me agarre una especie de nostalgia o un afán, y estire estos dedos grises y anillados de plantas como si quisiera tocarte otra vez. Pero me contengo. Dejo que la corriente me lleve de regreso río arriba sin saber si eras vos. Porque le temo a tu recuerdo implacable, a ese anhelo que ya me consumió una vez. Y me pierdo otra vez en el sosiego del río, en este tiempo blando y calmo sabiendo que, en el fondo, todavía no me libré del todo de vos.

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