Jueves, 4 de noviembre de 2010 | Hoy
Por Víctor Zenobi
Mi abuelo Cesáreo tenía un rancho en la costa del Paraná, un poco más allá del frigorífico Swifft. Todos los jueves y los domingos iba con raciones de pan, comida y golosinas para los chicos indigentes que vivían en ranchos que se alineaban a los largo de dos cuadras o un poco más, enfrentados de tal manera que formaban en el medio una gran avenida de tierra. Yo solía acompañarlo con mi madre, que era la única de la familia que lo seguía. Antes de la bajada, del otro lado del Saladillo, como si fuera un rito, mi abuelo se detenía y saludaba con su brazo en alto a los pescadores, que en el medio del río, arrojaban sus redes. Una vez me dijo, ante la vehemencia del sol del verano: "Parecen que pescaran con redes de oro".
Mi abuelo, había cursado solamente hasta tercer grado y apenas sabía leer, pero rasgaba su guitarra y solía deleitarme ejecutando una milonga o un rasguido con el que acompañaba un fraseo. Había organizado una orquesta rudimentaria con un grupo de lugareños: polacos, judíos, italianos, alemanes, gitanos, rusos, hombres que habían abandonado sus tierras brutales por la inhumanidad de la guerra, buscando refugio en la miseria de la costa, tal vez porque es preferible perder la dignidad que la vida. En su rancho, alojaba a uno de ellos, que me parecía muy viejo y al que llamaba don Torrenti, nombre que para mí era una revelación de lo poético. No sé lo que importa es que ese hombre silencioso y taciturno seguía fielmente a mi abuelo cuidando del rancho y vareando el caballo que mi abuelo compró, el Lucero, para que yo no dejara de acompañarlo. Algunas veces, esculpía con barro y otras componía una canción o una poesía, sin saber hasta qué grado su fraseo transformaba mi vida y tal vez por esto, no necesitaba contarme cómo lo había tratado la suya, porque lo expresaba con su forma de versear. A los campos me hechó mi madre, a los campo del zupai, sin más amparo que el aire, mi poncho y mi chiripá. Un día, entonado por el vino, me confesó que lo habían expulsado de su casa siendo muy chico, pero que no le otorgaba a ese hecho, terrible para algunos, mayor significación que a cualquier otro de índole feliz. Me dijo: "No importa qué intenciones atribuyamos a la naturaleza y a cualquier divinidad, si es que existe, lo cierto es que tanto una como otras, nos ignoran". No supe bien qué me quería decir, ya que yo me exigía acerca de muchas cosas. Exigía de mis padres, de mis amigos, de mí mismo, aunque nunca le exigía a él, porque ante él, yo despertaba a la conciencia de un despertar, imprevisto en un sentido más profundo que pasaba a ser el mío, cuando me hablaba. Y no era sólo conocimiento, más bien contemplación al borde del ensueño consagrado a una tierra nunca conquistada, tierra terrible y estéril, grave y doliente, siempre más allá del límite, bajo la enigmática escritura de las estrellas. Ahora incluso, ahora que escucho nuevamente su voz, me parece que era solamente la entonación de su afecto.
Un afecto a veces retenido y que solía mascullar acerca de la incomprensión en la soledad, o componiendo, como aquella vez que encontramos a Don Torrenti, destrozado en el fondo de un pozo. Don Sandalio, un vecino, aseguró que se había suicidado. Mi abuelo no me evitó las vicisitudes de ese hecho terrible, pero lo atenuó diciéndome, con los ojos humedecidos: la vida y la muerte siempre nos ganan la partida. Ese día, decidió que nos iríamos más tarde que de costumbre, cuando llegara la noche. Fuimos hasta la orilla del río. La luna era pequeña pero la noche me pareció más intensa que nunca, por la lumbre de las velas con que los vecinos velaban, mientras el cuerpo de Don Torrenti se anegaba en la semipenumbra del río. Mi abuelo tomó la guitarra, se puso a cantar y la tristeza se derramó sobre la tierra elemental y primitiva de nuestras orillas. Cuando se percató de que yo lo miraba, supongo que con asombro, se recompuso y me dijo que esa era la única manera que se le ocurría para expulsar el dolor. Durante mucho tiempo custodié esa imagen en el olvido de mi memoria y cada tanto vuelve a mí, tal vez para que no olvide que hemos nacido y vamos a morir, sin saber por qué.
Uno o dos años más tarde, comencé a faltar por la inevitable complicación de los primeros amores. No me daba cuenta de que mi abuelo sonreía frente a mi negativa de acompañarlo, para no hacerme sentir mal, pero después comprendí que ocultaba una pequeña tristeza. Los médicos le diagnosticaron un edema de pulmón y le restaba poco tiempo. Unas noches más tarde, la agresión de su enfermedad fue terrible, sin embargo se levantó y sin decir nada se fugó a la costa. Mi familia estaba desesperada y en mi cabeza revoloteaba su partida. Pero esa tarde, entre el reproche de mi abuela y la ofuscación de sus hijos, volvió. A la noche, en mis sueños, fluyó el río y yo en sus orillas, repetí unos versos de Holderling: "Pero donde hay peligro, crece lo que nos salva". Mi abuelo, sigilosamente se acercó a mi cama y me despertó. Estaba un tanto ebrio y me dijo con una inusitada parsimonia: "Mheijo, dígame: ¿cuándo es cuándo? ¡dónde es dónde?". No sé por qué supe que sabía que se moría. Y en efecto, unos días más tarde, murió. En esos momentos, no distinguí bien si la realidad era un sueño o el sueño la vigilia y cuando se lo llevaron, no fui con los demás al cementerio. Decidí quedarme y mi madre no me contrarió. Me fui caminando por Pellegrini hasta el bajo y de allí, bordeando el puerto, hacia los confines de la ciudad. Quería llegar hasta el rancho, por no saber lo que quería. Sin embargo, la tarde, amparando una exaltación de la luz, me retuvo y el río parecía susurrarme: "Todavía no y pese a todo ya" y con ese fraseo en el oído, me perdí en el íntimo corazón del ensueño y en el mutuo fluir de lo semejante, pulsando de la cuerda más allá y de uno en otro, para frasear en el misterio del murmullo, que en su múltiple origen, nos revela diferentes versiones de la vida.
Absurdamente sentí que todo regresaba y todo eso me pertenecía, como si del algún modo, liberado del puro presente me sumergía en un acaso, que rellenaba la forma vacía del destino. Me detuve en la orilla del Saldillo y saludé a unos pescadores que tiraban sus redes "hechas con hilos de oro". Después, "no supe lo que hice después" pero debía regresar y refugiarme en el consuelo de lo consabido y en el destino de alguna poesía, aunque solo atinaba a escuchar: "¿Dónde es dónde? ¿Cuándo es cuándo? en el silencio de las calles vacías".
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