CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
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Nada mejor que una buena tempestad a tiempo para limpiar los huesos. Para que el fémur, las tibias, los peronés, el coxis, las rótulas, los occipitales, las falanges, las costillas y el otro fémur se limpien de estrellas, dejen de chorrear vino sagrado.
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Nada mejor que un temporal para frotar hueso por hueso. Para sacarse el cadáver, colocarlo sobre el piso y lavarlo a conciencia. Besarlo de vez en cuando para que el malcriado se apacigüe, se deje curar.
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Mi cadáver es, al mismo tiempo, un conjunto de huesos separados que coinciden. Palabra que muestra y expone, pero también que oculta y esconde. Lo uno y lo otro. En cada uno de los huesos hay una doble frontera entre lo propio y lo ajeno. Entre la reclusión y la libertad. Mi cadáver es un manojo de rebeldías y mansedumbre.
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Cualquier otro cadáver no comprendería este procedimiento. Pero el mío sabe. El mío sufre y sabe que debe ser bien frotado, raspado hasta quitarse el último resplandor, hasta la última gota de vino, sin embargo se resiste. Queda claro que a mí cadáver poco le importa la buena salud.
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Estos huesos cálidos, confortables, recogidos en la urdimbre de la noche, que miran de frente a los seres humanos, a los seres confusos, a los seres borrosos, no alcanzan a escuchar el susurro de ninguna promesa, de ninguna queja.
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Mi cadáver es proclive a los incendios. Esas chispas podrían convertirlo en llamarada. Lo lavo a conciencia. Con un aguacero de otras lluvias lo lavo a conciencia. Al menos por hoy, que no me quemen los huesos.
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Aquí estamos los tres. El cadáver, el cuerpo y yo. Tanto frotar los huesos surgen genios impacientes por cumplir deseos. Yo les pido que me den tiempo y los tipos se fastidian. Les ruego que no hagan cosas de viejos cuentos pero no entienden. Son oriundos de otros textos.
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Como no sé qué desear, los genios se sienten inútiles. Mßs correcto sería decir que no tengo ganas de comunicar lo que deseo. O bien, que deseo no desear. Los tipos no saben qué hacer con eso. Los ubico alrededor de la mesa, fuera del cuento. El cuerpo no está conmigo. El cuerpo está arrodillado junto a los huesos.
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Los genios no tienen esos vestidos maricones de odaliscas. Son genios del hip hop o sesentistas. No sé. Son genios raros. Trato de no herirlos pero les pido que se metan otra vez en los huesos y que hagan de cuenta que aquí no pasó nada. Demás está decirlo: aquí pasó todo. Y cuando pasa todo los huesos no se limpian y los genios ladran.
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Los genios no tienen otra alternativa. Van dibujando los caminos que recorro sin saber a dónde conducen. Quizás sean caminos que no llevan a ninguna parte porque son sendas perdidas, o bien, porque son caminos que nadie nunca ha transitado. Los genios de otros cuentos no saben qué hacer con eso. No saben qué hacer conmigo.
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Es evidente que cada uno de los huesos debe ser narrado, tiene que ser inventado. Pero en esa tarea narrativa el cadáver no está solo. Está reunido con otros huesos en el costado de la condensación, en torno a la antorcha que alumbra debajo del agua. Los días sin vivir se le abren como una flor de invernadero. Se abren hacia las fisuras de otros cuentos.
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Los huesos no se limpian. Los huesos fosforecen. Soy una luz mala en plena ciudad, a cualquier hora del día. Brillada y conmovida subo y bajo del colectivo con un séquito de tipos sin turbantes que han desarrollado toda la paciencia del mundo. Es evidente: son oriundos de viejos cuentos. Es evidente: no alcanzan a saber. El cadáver es mío y otro. Apenas mío, muy de otro. Estos huesos de otros, a veces un poco míos me narran al sesgo porque esa es la ley: no pertenecernos del todo.
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