Mié 17.11.2010
rosario

CONTRATAPA

La final

› Por Ariel Zappa

Ese sábado al mediodía llegué antes que ellos para reservar el parrillero. En medio de los aprontes, los vi llegar a los dos. Venían con ese aplomo que se porta al hablar de mundos ajenos. Parecían dos delincuentes sacados de una película de vaqueros. Yo no soy de ir al cine. Algunas tardes, la piba que las vende a tres por diez en la esquina del Supermercado, me cuenta las últimas que salieron. Nunca se las termino comprando. No es por miserable, vos vieras la piba que bien que las cuenta.

Lo cierto es que yo no esperaba que Media Res viniera al asado. Sólo lo esperaba al Bocha. Con él, nunca hubo historia. Con el otro, sí. El apodo se lo ganó porque una noche se durmió borracho sobre la vía del tren. Tuvieron que amputarle un brazo y una pierna. "Por suerte fue del mismo lado", bromeaba cuando se le calentaba el pico.

Un domingo nos enfrentamos en la final de un torneo de fútbol en el club "Sol y Sombra". El partido fue palo y palo. Terminamos empatados: dos a dos. Fuimos a penales. Media Res atajaba para el equipo contrario apoyado en su muleta. Por dentro yo rogaba que no, por favor que no. Pero sí: me tocó patear el último penal. El de la definición: si la embocaba seguíamos. De lo contrario, alpiste.

Me castañeaban las rodillas. Mi secreto era no mirarlo por nada del mundo y juntar bronca por todas las veces que, de chiquito, pasaba por la vereda de su casa y él estiraba la muleta a propósito y yo caía destartalado, con el dolor en el orgullo, la bronca en la rodilla que sangraba y las risotadas de todos los atorrantes que le hacían la segunda.

Todo eso lo concentré en mi botín derecho.

Le amagué como lo hace un jugador de mi categoría y se la tiré esquinada, abajo. Iba como pidiendo permiso. Sí, ya sé que se la tiré para el lado donde le falta la pierna y el brazo. ¿Pero qué esperaban que hiciera? Yo soy un goleador. Sobre mi espalda descansa la ilusión de miles y miles de hinchas que, todos los sábados por la tarde, van al club y me alientan. Me piden que sea demoledor, que los destruya. Además, la amistad es una cosa y la competencia es otra. Ya habrá tiempo de tomar un porrón y charlar sobre esos temas. ¿Qué me voy a poner a explicarte ahora?

La cosa es que, con la pelota en el aire, salgo corriendo hacia el corner para celebrar con los muchachos a través del alambrado, mis compañeros abrazándome, besando la camiseta y la medallita, la bocina del Rastrojero con el que se movía el cuerpo técnico atronando. Y la gloria, hermano: ¡la gloria!

En eso veo de refilón que Media Res lanzado hacia el otro lado, estira la muleta en un gesto último, desesperado, y con la punta de goma para apoyar sobre el suelo, rasguña la pelota, ésta se desvía, pega en el palo y sale hacia afuera despacito a buscar abrigo en los pies del director técnico contrario, que tira la damajuana y grita hasta estallar: ¡que salieron hijos nuestros, hijos nuestros morirán!

Hubiera preferido que un francotirador hiciera puntería en mi pecho, que la tierra se abriera bajo mis pies y la lava de un volcán me devorara entero, las plagas del antiguo testamento multiplicadas por trece o peor aún: que mi novia, la Denisse, me metiera los cuernos con Gaspar, el dueño del gimnasio.

Entre la polvareda, yo era una máquina devastadora de lanzar piñas, patadas y puteadas a mansalva. No se sabía a quién le pegabas y de quién recibías. Era lo de menos. Me sumé a la muchedumbre que le pegaba al referí y en un segundo momento, pasé al otro bando y empecé a defenderlo. No podía diferenciar de qué lado debía posarse el fiel de la balanza. Es más, si agarraba una balanza, se la partía en la cabeza al primero que se me cruzara.

Cuando divisé a Media Res me le fui al humo. Revoleaba la muleta repartiendo golpes a todo aquello que se le acercara a un metro y medio a la redonda. Parecía una hélice humana. En la carrera, arranqué un banderín y lo encaré con el palo. Lo tenía en la mira. Todo un arsenal de tácticas y estrategias virtuales que había estudiado del Counter Strike, en interminables horas con el culo en la silla del ciber, se disputaban para ser puestas en práctica.

Con el palo lanzado al aire, siento que me camisetean y caigo como en cámara lenta de espalda al piso. A poco de revolcarme de dolor, entreabro los ojos y lo veo: era el Bocha. Desparramado como estaba, de cara al cielo, me puso el botín de metalúrgico número cuarenta y cuatro sobre el pecho con la puntera de acero hundiéndose en mi garganta. Por un segundo tuve la ilusión de gritar, pero a cambio, sólo pude lanzar un quejido que se fue apagando a medida que el bocha me apretaba con el botín. Estiró el cuerpo todo lo que pudo y se agachó hasta rozarme la nariz. Hasta el día de hoy siento ese aliento rancio sellando mi vergüenza.

Aguantátela, pendejo. Lo que pasa en la cancha, queda en la cancha me dijo.

Desde el suelo, lo vi alejarse hacia el kiosquito. Mientras empinaba una damajuana, me soltó un último consejo:

¡La próxima vez tenés que ser más bicho, apuntale al balero!

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