CONTRATAPA
› Por Guillermo Paniaga
A los ojos del Señor sería una simple pecadora; pero en mi memoria, Carolina Solanas fue la mujer más hermosa que vi jamás. Nació bajo el signo de piscis, de temperamento compasivo y sentimental, muy intuitiva y de excelentes dotes artística, pero con esa maldita tendencia de los peces de no soportar las dificultades de este mundo. Carolina se tajeó las venas semanas antes de cumplir los 40.
Era bella, insisto, y en la casi cuarentena conservaba la figura adolescente por la cual muchos de nosotros había perdido la cabeza. Cualquier hombre hubiese dado hasta la vida por una noche con ella; y muchos, demasiados, lograron el cometido; ninguno llegó a enamorarse, apenas saciado el instinto tomaban sus cosas y se largaban.
Yo sí me enamoré de Carolina. Y ella también lo estuvo de mí. Era una niña de apenas 20 y en su cabecita adoctrinada por años de catecismo y colegio religioso colgaba la condena del infierno con mayor peso que, incluso, sobre mí.
Nuestro idilio duró algunas semanas, hasta que ya no pude soportarlo y dejé de acudir a nuestras citas clandestinas. Ella siguió, sin embargo, presentándose cada domingo, antes de misa, al confesionario.
Padre, perdón porque he pecado, comenzaba diciéndome, y luego se echaba a llorar muy, muy despacio, con la culpa adherida en cada lágrima. No hacía falta que dijera nada; le dictaba su penitencia y luego ella salía y se sentaba en espera de la misa.
Yo la espiaba desde el confesionario; sólo tenía los sentidos para ella; al otro lado del enrejado podría estar confesándose Jack el destripador que ni me hubiese dado por aludido.
Alguna noche medité seriamente la posibilidad de dejar los hábitos para casarme con Carolina; pero una tarde, casi a punto de tomar la decisión, la vi pasar de la mano de Antonio Juárez, el hijo del talabartero; sonreía, parecía feliz con cada beso que el muchacho le daba. Regresé a la parroquia con el corazón entre las manos; me arrodillé delante de la imagen de Nuestro Señor, y así, destruido como estaba, se lo ofrecí.
El lo aceptó.
Antonio Juárez no fue el único ni el último de los muchachos que frecuentó; como si se supiera condenada al fuego del infierno, Carolina se entregó a cuanto hombre la solicitara; y ya he dicho que eran muchos los que perdían la cabeza ante su belleza. Luego venía los domingos temprano, entraba al confesionario, y me contaba con detalles sus amoríos de la semana.
De Antonio, aquél que siguió mis huellas todavía tibias en el cuerpo de Carolina, me acuerdo especialmente, porque fue el que más me atormentó. Las palabras de Carolina eran tan recatadas y sin embargo tan explícitas de lo que en el lecho había sucedido, que me parecía estar viéndolos, él desnudo sobre ella desnuda, recorriéndose mutuamente con las lenguas, investigándose cada centímetro de piel, hurgándose en cada hueco y en cada protuberancia, derramándose los jugos con tanta voluptuosidad. Ella hablaba con calma y malicia, ya no había rastros de lágrimas en sus ojos, y yo sentía deseos de tomarla entre mis brazos y hacerla mía allí mismo, en el confesionario, penetrarla hasta que ya no nos quedaran fuerzas y luego estrangularla para que nadie más pudiese gozar con su cuerpo; nadie más, ni siquiera yo.
Aquellas confesiones de los domingos me turbaban por el resto del día; daba la misa sin gracia y mis sermones a veces eran tan incoherentes que al recordarlos me avergonzaba; luego, a la noche, delante de Nuestro Señor, lloraba de arrepentimiento por mis malos pensamientos.
He leído historias semejantes a la mía. Y en casi todas ellas, el sacerdote, acosado por la culpa, se autoflagelaba el cuerpo como penitencia. Yo nunca llegué a tanto, porque a la vez que pecador, me sabía humano. Humano y pecador, sinónimos. Sabía que volvería a tentarme con una mujer, sabía que volvería a dudar de los dogmas de nuestra Iglesia, sabía que volvería a negar, en silencio, como Pedro, a Nuestro Señor. La Iglesia, Pedro. Una institución creada a partir del alma del primero que lo negó. Pedro era humano, yo lo era, yo lo soy. Y como humano, como carne, como hombre, estaba enamorado de Carolina.
¿Por qué había tomado los hábitos, entonces? Era un camino entre tantos otros, y yo opté por ese. Creía en Dios, había sentido su llamado; pero antes, durante y después, algunas noches dudé. ¿Por qué permanecí, entonces? Porque a pesar de todo, creía en Dios. A pesar de todo, creo en Dios.
Al día siguiente de misa, cuando salía a dar mi recorrida habitual por las casas de la parroquia, Carolina aparecía siempre por alguna de las calles laterales, acompañada de alguno de los muchachos del pueblo. Dos y hasta tres veces a la semana solía encontrármela en las calles. Luego llegaba el sábado, y al final de día me sentaba a esperar que llegara el domingo, porque así como me dolía y desesperaba, necesitaba como el agua las confesiones de Carolina.
Pasaba las noches en vela, excitados la imaginación y el cuerpo, atormentado por las imágenes que, sabía, al día siguiente vendrían. Mis manos inquietas rebuscaban el miembro erecto y una y mil veces reprimía el impulso, inútilmente, pues hasta que no me quitara el fuego del vientre no podría ni dormir ni respirar.
Perdón, Padre, porque he pecado -comenzaba diciendo-. Soy culpable de fornicación; esta semana tres hombres han pasado por mi lecho y los tres me han hecho delirar. El Señor fue testigo de mi reiterado placer. Siento un gran peso, porque ensucio mi alma cada vez más y como la ropa que de tanto lavarse termina por romperse, temo que suceda lo mismo con ella. Salgo de aquí liberada cada mañana de domingo, pero ya en la noche del mismo día las salpicaduras empiezan a notarse. Es más fuerte que yo, padre, y confieso que soy pecadora desde antes de pecar porque el deseo me consume y sólo una cosa tengo en mente cada día y cada hora. Sólo pienso en las lenguas que recorrerán mi piel y que lentamente encontrarán el camino para hacerme gritar de placer, sólo pienso en el placer. He tragado los jugos de todos los hombres a quien me entregué y he descubierto que cada uno sabe distinto y que cada uno es también un néctar. Algunas veces recuerdo aquél primero que tomé y que por ser primero fue mejor, pero eso no me impide tener sed de los demás.
Sé que resulta inverosímil el léxico de Carolina, pero es así como se expresaba en el confesionario. Era como si quisiera, además, burlarse de mí. Pero la burla y la venganza terminaban en las narraciones, pues incluso antes de que todo comenzara, ella adoptaba ese tono para hablar de sus pecados. Era como si allí adentro su lengua se mimetizara con la mía. Es que nuestras lenguas sabían encontrar el punto de concordia. Nuestras lenguas y nuestros cuerpos sabían hallar ese nexo que los imbricaba. Porque tanto ella como yo cedíamos algunas de nuestras costumbres para acercarnos a las del otro y entonces, en equilibrio, nos elevábamos más allá del cielo y de los astros, más allá de Dios.
Nuestras cartas natales hablaban de una inmensa compatibilidad; ella con su sol en Piscis y su ascendente en Géminis; yo con mi sol en Géminis y mi ascendente en Piscis. Nuestras lunas eran Leo. Pero Saturno en alguna combinación desfavorable que ya no recuerdo nos había predicho los impedimentos para nuestra relación.
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