Jueves, 23 de diciembre de 2010 | Hoy
Por Natalia Massei
Condenado calor de diciembre. Esto va a ser un infierno, me digo, mientras camino por calle Córdoba a la altura de plaza San Martín. Suerte los árboles de Paseo del Siglo que, a esta hora, todavía dan sombra. Agradezco las fachadas de mármol, que conservan algo de frío en esta ciudad. Pero la verdadera bendición es el aire acondicionado del banco.
Consulta de saldo. Ultimos movimientos. ¿Desea realizar otra operación? Quedarme un rato aquí estaría bien. Pero, no. No deseo realizar otra operación. Tampoco deseo comprar regalos navideños con treinta y cinco grados de sensación térmica y gente amontonada por todos lados. Me llevo la última bocanada de aire fresco y salgo, resignada, chequeando el ticket del saldo. Compruebo que sí me depositaron el aguinaldo pero es menos de lo que calculaba. Empiezo a hacer las cuentas mentalmente, cuando me aborda un chiquito con una familiaridad que me sorprende al punto de detenerme para prestarle atención. Me habla como si la conversación hubiera empezado antes, como si yo no estuviese saliendo del banco, ensimismada y apurando el paso.
¿Le falta la cabeza? me lo dice tranquilo, preguntando más que avisando. Le veo en los ojos el horror de la duda.
¡¿Cómo?! no entiendo de qué me habla hasta que me señala dos pichoncitos en el suelo, al lado de la puerta del Citybank, acurrucados debajo del zócalo de mármol.
¡No, quedate tranquilo! lo reconforto. Tiene la cabeza escondida abajo del ala. ¿ves?
Es un alivio para los dos. Justo en ese momento, el pichón saca la cabeza y comienza a piar. El otro se le suma. Imagino que perciben nuestra atención y demandan alimento, cobijo.
¡Ahí está, mirá! Se tranquiliza el pibito, que recién termina de convencerse cuando ve la cabeza asomarse.
Andá a saber cómo llegaron acá, se habrán caído de alguno de los árboles, le comento al muchachito que los sigue mirando fascinado. Noto que el comentario lo preocupa. Ahora que los sabe vivos y enteros, se da cuenta del desamparo: se cayeron del nido y necesitan alguien que los cuide. Se le ocurre que ese alguien podría ser yo:
¿Te los podés llevar?
Y no... ¿en qué me los voy a llevar?
En las manos.
Claro, el nene tiene razón. Pero, ¿llevármelos? Imposible. Tengo cosas que hacer y no puedo andar con estos bichos encima. Además, creo que son pichones de paloma y a mí las palomas me dan asco, sin contar que trasmiten como cuarenta enfermedades. Me quedo callada y sigo mirando los pajaritos. A esta altura comprendo que el pibe también está solo y concluyo que debe mendigar o vender curitas por la zona.
¿Y los puedo poner acá?
No, acá los pueden pisar. Mejor dejalos adonde están.
Bueno... ¡chau amigo! Me despido con torpeza. Mientras lo saludo, se entretiene acercándoles algo que hay en el piso. Un pedazo de plástico, para que jueguen como mascotas. No sé si me escucha.
¡Cuidalos, eh! me sale sin pensar y enseguida me arrepiento. ¡Qué boluda! ¡Decirle justamente eso a la criatura?! Ojalá no me haya oído.
Me quedo angustiada por los pichones. Los tres. A los pájaros, seguramente, los devorará algún gato de por ahí. ¿Cuánto tiempo más podrá cuidarlos el mocoso antes de aburrirse, o antes de apostarse, nuevamente, en la entrada de otro banco para pedir monedas?
¿Y quién cuidará de él?
Me voy con los bichos atragantados, como conejos en un cuento de Cortazar, sabiendo que los dejo abandonados a su suerte. ¿Podría yo haber cambiado ese sino? La pregunta se me clava más adentro en la garganta. Quizás sea el próximo usuario del cajero o algún cliente del banco el que desvíe el destino incierto de esos tres.
Paso por una juguetería y me distraigo buscando una muñequita en la vidriera. Entonces me acuerdo del aguinaldo mal pago y de que ahora tendré que llamar a la contadora, cosa que odio. Refunfuño de antemano: me fastidia comunicarme con ella y tener que explicarle todo de te ni da men te para evitar un nuevo error.
Para colmo, advierto que varios negocios están haciendo buenos descuentos en efectivo contado y yo, que pensaba pagar con débito, no saqué dinero. Doy media vuelta para regresar al banco. Pero no. Mejor avanzo y retiro en algún cajero más adelante. Por calle Córdoba hay un montón y, en estas fechas, están siempre llenos de plata, hasta cambio chico les ponen.
Comienza a subir el sol. Las veredas se desnudan de sus reparos. ¡Qué calor, madre mía! Ya sabía yo que esto iba a ser un infierno.
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