CONTRATAPA
› Por Ariel Zappa
Soy limitado, primitivo, previsible y sumamente acotado como un gesto. A la par corre mi conciencia tratando de espabilarme a los tortazos. De vez en cuando, la tibieza roza mi rostro y me despierto de un sueño atolondrado. Alegre y nocturna como la esperanza.
Hay retazos de mi vida, sin embargo, que cuelgo en la soga de claridad cuando se hace la mañana en mi patio, sólo para ver en qué se convierten.
Mientras tanto, yo, leo los diarios. En Internet. Porque en papel se me mueven las letras y las palabras se me piantan, y siempre me parece que estoy leyendo lo mismo. Y empiezo una vez más. Y, lo mismo. En otras hojas, con otra tipografía, pero en el fondo nada cambia.
Y mientras, de reojo, semblanteo lo que dejé colgado en la soga: esos retazos que se hicieron lugar a golpe de codazos en el sueño y hoy ameritan ser la única herencia que me explica que anoche dormí, volé, me perdí en las horas desiertas o me desencontré caminando en una senda de hojas amarillas de miedo, sepias de aburrimiento, durante no sé cuánto tiempo. Y de tanto abrir tranqueras, caminar y caminar, supe, con tamaño disgusto y sinrazón, que todos los caminos nocturnos son efímeros, tenues, renuentes a la lozanía. Culminan a las siete menos cuarto de la mañana. Todas las mañanas. Y, mañana, luego de garabatear esta balada en LA Menor, así también será.
De todos modos, aún conservo en la soga del patio ese galimatías que suspiré al levantarme esa otra mañana que ya ni me acuerdo. De lejos, no parece tan descabellado. Tampoco parece lo contrario. Esto también hay que decirlo. Se parece a esas hojas quemadas por el sol en un otoño pleno, ya crecido, insobornable. Son esas mismas hojas las que denotan que la opacidad está en pleno cauce y su sintonía fina se va a descansar hasta que llegue su próxima actuación. Y lo hace porque sabe que su devenir es cuestión de tiempo. No hay entrevero cuando piensa en lo que va a venir. En su devenir no hay dudas. Es pura certidumbre ¿No se aburrirá de tanta certeza?
Se cuelga y se descuelga el tiempo. Yo lo conservo en botellitas. Tiempo en conserva, al vacío. Con tapa a rosca. Es una máquina que me prestó un amigo muerto. Dice, que a él, no le sirve para nada. Decidí callarme la boca y pedírsela a préstamo por un año. A él, le pareció perfecto. A mí, me dio lo mismo. Me dio pena confesarle que a nadie le sirve para nada enfrascar el tiempo. Es que lo vi irse tan contento, radiante, lleno de aire los pulmones, los pelos al viento hirviendo de gratitud, silbando una canción de Los Beatles; que pensé en no decirle nada. Y guardarme la tristeza. Para mí.
Me preguntó sobre lo que había colgado en la soga, esa mañana:
¿Qué son esos retazos que colgaste en la soga, enfrentados a la claridad cuando se hace la mañana en el patio? ¿Para qué los colgaste? ¿Sólo para ver en qué se convierten? Lo miré fiero. Fijamente, durante tres años y medio. O algo más; no me acuerdo. El tiempo pasa tan rápido...
Al cabo de ello, le cebé un mate amargo y miré hacía allí, en esa opacidad que da el patio cuando es de tarde, y lo único que queda de la mañana, es esa gota de rocío que se quedó a vivir en el vientre de una hoja, esa gota que hizo de su suspensión, de su levedad, agotamiento en los relojes, arena sobre los párpados en un abrir y cerrar de ojos, pausa para la muerte y sus estragos. Bruma en los dedos.
¿Qué? -le pregunté.
Eso -me dijo- y señaló con el índice hacia la boca enmohecida de algún túnel del tiempo que, por pura y absoluta casualidad, da hacia la puerta de mi cocina que comunica con el patio.
¿Eso que cuelga de la soga? ¿Prendido con palitos de madera?
Sí, eso -contestó devolviéndome el mate. ¿Qué es?
No sé -respondí sincero.
Ah...
Deben ser de otra vida?
Mi amigo no es de andar soltando palabras porque sí. Agarró el mate, lo vio lavado y le cambió la yerba. Después, sacó unos bizcochos que compró en una panadería de Avenida del Rosario y Lituania y puso la pava al fuego. Cuidá que no se hierva el agua, me dijo. Yo me voy un par de años a mirar qué es eso colgado en el patio de tu casa. Ya vengo.
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