CONTRATAPA
› Por Javier E. Núñez
Existen incontables biografías sobre Sergéi Hensky. Se sabe que nació en Leningrado, actual San Petesburgo, en 1941, dos meses después de que fuera sitiada por los alemanes. Que la madre se murió de hambre o desesperación al cabo de una semana y si Hensky sobrevivió fue gracias a la leche tibia de una vecina cuyo hijo había nacido muerto, que le encajaba la teta cada noche sin dejar de llorar un solo instante. Que se enamoró de la poesía a los catorce años, cuando rescató de la basura un ejemplar descuadernado de Réquiem, de Anna Ajmátova. Se sabe, también, que abandonó trabajo y familia para perseguir el sueño de convertirse en poeta; que aprendió inglés traduciendo La escalera de caracol y otros poemas de W.B. Yeats con un diccionario y mucha paciencia; que publicó en revistas independientes cansado de que le censuraran los textos y que cumplió uno de los tres años de condena que había recibido, acosado por el régimen, antes de que le concedieran el indulto.
Se sabe que después marchó a París, Roma y Nueva York, donde se radicó en el 64; que escribió toda su obra poética en inglés y se negó a traducirla aduciendo, a través de una carta, que «el idioma es parte integral del texto y cada palabra concebida para una lengua específica: traducirla implicaría reescribirla». Se sabe que no concedía entrevistas ni concurría a recibir premios; que apenas cuatro o cinco fotos de él (siempre furtivas, tomadas por sorpresa) sirvieron para ilustrar notas y portadas; que obtuvo la nacionalidad americana en 1982 y que fue postulado al Nobel el año en que finalmente se lo dieron a su compatriota Joseph Brodsky para desaparecer, años más tarde, sin que nadie volviera a tener noticias de él.
Poco se sabe, en cambio, sobre Andrew Orlow, profesor adjunto de filología inglesa en la Universidad de Yale y autor de una única novela que escribió durante más de treinta años para que fuera denostada por los contados críticos que se ocuparon de ella.
Ambos hombres son, sin embargo, el mismo. O uno que no es ninguno de los dos.
Orlow nació en Moscú, en 1943, como Andréi Orlov. Hijo de un bibliotecario ruso y una maestra judía, se vio arrancado de su Rusia natal con apenas siete años. En Estados Unidos le esperaban nombre y vida nuevos. Tuvo una infancia complicada y una adolescencia no menos dura, pero eso no es parte de esta historia. Sí me permito referir (porque esto contribuye a entender a Orlow y los motivos que lo empujaron tras una empresa excesiva) que poseía un intelecto notable, una capacidad física que no le iba en zaga y una voluntad férrea para destacarse en cualquier objetivo que se propusiera. Sus notas sobresalientes y su exitoso rendimiento atlético en los cien metros llanos le valieron una beca en Yale, donde acabó por graduarse summa cum laude. Aunque es autor de una decena de obras académicas de gran valor (se destacan sus estudios sobre Yeats y un análisis en dos volúmenes sobre la influencia de Geoffrey Chaucer en la literatura inglesa decimonónica) fue en la ficción donde depositó sus más grandes expectativas. La primera y única novela que emprendió, al menos con su nombre, fue tan ambiciosamente compleja que le insumió, por lo menos, la mitad de su vida.
La novela se titula Y ahora qué y la empezó a escribir con apenas 28 años. Contiene, a modo de epígrafe, el último verso de un poema de su adorado William Butler Yeats:
«La obra está terminada», pensó ya de anciano,/ de acuerdo con mis planes juveniles;/ Y que rabien los necios, yo en nada me desvié,/
algo llevé a la perfección»;/ Pero aún más fuerte cantó el fantasma:
«¿Y ahora qué?».
Lejos estaba Orlow de suponer cuánto tiempo le llevaría, o cómo mutaría la idea original para transformarse en un proyecto de proporciones absurdas. El argumento era sencillo: un prestigioso poeta y novelista ruso, radicado desde hacía tiempo en Estados Unidos, era acosado por una mujer que lo acusaba de haber utilizado su historia como material en una de sus más celebradas novelas. Ese punto de partida le servía a Orlow para narrar dos historias paralelas: la caótica vida del escritor, sus tragedias, amores y triunfos, y la de la mujer, signada por el drama y el dolor. Para dar mayor verosimilitud al relato, Orlow articuló una completa biografía del personaje que anotó en un cuaderno marrón de tapas de cuero. Su nacimiento en la sitiada y dolorosa Leningrado; los sueños de poesía de su infancia; sus viajes; los libros que lo llevaron a un sitial de privilegio en la consideración de críticos y pares. Tampoco le pareció suficiente: todo eran datos duros, secos. Aunque el pasado de su personaje parecía sostenerse, era en su bibliografía donde percibía una artificialidad indisimulable, como un decorado de cartón estático y sin profundidad. Durante los cuatro meses que le siguieron, escribió una detallada reseña para cada uno de los libros que había imaginado.
Al finalizar se sintió desencantado. Todo seguía siendo una ficción evidente. Todavía eran visibles los hilos del titiritero, el montaje detrás de la escenografía. Y concibió un plan absurdo: escribir cada una de las obras.
Así nació Sergéi Nicolaevich Henskii, también conocido como Sergéi Hensky, autor de una decena de libros de poemas, cuatro ensayos y siete novelas que le valieron la postulación para el Nobel en 1987. Orlow escribió sin pausa el libro de poemas que, en su biografía ficticia, había sido el primero de Hensky. Contrató a un actor ruso muerto de hambre y lo convenció de ponerle el cuerpo a su personaje. Le ofreció una paga aceptable, casa y comida. A cambio le pidió un perfil muy bajo, cumplir con las necesidades del papel cada tanto (dejarse sacar una foto, firmar los contratos, abrir y cerrar cuentas de banco) y llevar todo contacto profesional por escrito, a fin de que Orlow pudiera redactarlo.
La publicación casi inmediata y la buena recepción por parte de la crítica lo instaron a proseguir, convencido de que estaba en el camino correcto. Escribió La niña entre las cañas, novela que significaría el primer Pulitzer y el despegue definitivo de Hensky, en algo más de ocho meses. Con cada libro que escribía y publicaba, actualizaba la biografía ficticia y su propia novela: corregía fechas y editoriales, añadía premios y citaba reseñas reales aparecidas en el New York Times o agregaba una referencia fácilmente contrastable con las actividades que el actor que hacía de Hesky había llevado a cabo. Construyó, a conciencia, un escritor mítico y respetado.
Finalizó Y ahora qué en 2004, tres años después de la correspondiente y necesaria desaparición de Hensky. La publicación, a diferencia de lo que ocurriera siempre con los libros de su alter ego, resultó mucho más conflictiva. Pocas editoriales se interesaron en la obra. Cuando por fin consiguió vendérsela a Brookfield Books, una pequeña editorial de Boston, y la novela salió a la calle, la crítica fue despiadada. El trabajo que había realizado durante 33 años fue denostado sin piedad.
De Hensky no se supo nada más. Su desaparición continúa siendo un misterio que alimenta nuevas biografías y rumores de actores jubilados que se parecen mucho a él. De Orlow hay quienes dicen que se suicidó a fines del 2007, ahogándose en una bañera tras ingerir botella y media de whisky y un frasco entero de barbitúricos.
Habrá quien piense, también, que esto último nunca ocurrió. Que en cambio inventó un tercer escritor para que cuente toda la historia y revele la verdad. Quien así lo crea sospechará, al cabo de esta frase, si Javier Núñez existió alguna vez o no soy más que la modesta y desesperada invención de un viejo, sin otro objetivo que el de justificar aquella otra tan lejana.
Lo que yo afirme al respecto, por supuesto, carece de valor.
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