CONTRATAPA
› Por Víctor Zenobi
Al zurdo, al Chate y a Buzanca, donde sea que estén...
Después del partido, nos juntamos como siempre bajo el ombú donde Chacabuco tropieza con la escalinata de la bajada Pellegrini. La fatiga y la desazón de haber perdido promovían algún reproche embozado y predominantemente el silencio que Buzanca rompió con una aseveración extrema, que primero sorprendió y después reclamó la urgencia de una respuesta. "La vida es una mierda", dijo. El Chate le contestó: "Tu vida, no la vida". El zurdo agregó: "La vida no sabemos lo que es". Pensé en corregirlo, pensé que el pronombre quitaba eficacia a su frase, pero me arrebató el temor de ostentar una diferencia estéril y sobre todo afrentosa. Ellos no iban a la escuela porque tenían que cirujear para poder vivir y además, la pobreza no significaba que ignorasen el hecho de que a la vida hay que construirle sus sentidos. El fútbol era uno de ellos. Sin embargo, tal vez, porque quedé enfrascado en alguna cosa que pensaba o porque simplemente, no sé, no quise escuchar lo que discutieron a continuación, quedé al margen de la disputa; sólo recuerdo que el Chate respondió con bronca a lo que Buzanca agregó: "Mi madre es una puta". Frase que me trasmitió el zurdo: "¿No escuchaste boludo?, dijo que la madre es una puta". Lo dijo uniéndose a la unánime reprobación, ya que todos conocíamos a esa mujer pequeñita que se deslomaba trabajando de sirvienta, porque no tenía marido. El Chate se puso tan violento que no tuvimos más remedio que contenerlo. Pensó, dijo, mientras Buzanca se iba desairado, en su madre muerta. Cada uno tenía lo suyo y en cada caso lo propio era más de lo mismo, sin ser lo mismo. Pero lo que más me sorprendía era la voluntad que quebraba de muchas maneras el silencio de la derrota, emergiendo alrededor de la forma agresiva del destino y sin embargo, aumentando paradójicamente, la mínima potencia de nuestro signo con la riqueza de nuestra afinidad. Y en el ímpetu irrevocable de seguir adelante, de salvar nuestra voz circulando en su propio sonido, cada uno de ellos, con la intensa tonalidad de un ensueño, transformaban el silencio en una espera, a veces sin orientación ni sentido, que nos salvaba de la total desventura.
Cuando casi todos se habían ido, el zurdo me sugirió que caminásemos hasta la escalinata de la Stella Maris porque le gustaba sentirse bajo su protección. "Además -agregó- desde aquí podemos mirar el río, que arrastra el hábito de lo inexplicable". Muchas veces, el zurdo mezclaba frases que no sabía explicar con tal de aparecer grandilocuente. Esa tendencia me desagradaba, pero los dos nos entendíamos de memoria cuando jugábamos y eso hacía al excedente de cierta camaradería, que en ese momento, lo hizo murmurar una confesión inesperada: "Mi padre murió cuando yo era chico. Por eso no aguanto las quejas. Buzanca vive en una casa decente que mantiene su madre", agregó, con indignación. "Ahora está molesto porque ella se juntó con Don Atilio, el del carrito del parque, que es un buen hombre. Yo, en cambio, tengo que salir a buscar lo que comemos. Muchas veces me dan ganas de mandar todo a la mierda". De hecho, él vivía en un rancho del bajo Ayolas y sus tías ejercían la prostitución, para expansión de su vergüenza. Todos los días salía a recoger los restos de la basura para venderla por centavos en los lugares donde la reciclaban. Como yo tenía la costumbre de contarle algunas películas, ya que nunca iba al cine, y a mezclarle las historias con los avatares de alguna novela o algún relato, intenté quitarle dramatismo y no tuve mejor idea que contarle la historia de Alonso Quijano, cuando trata a las prostitutas como damas y exige al dueño de la venta que lo nombre caballero. ¿Qué -me interrogó-, me querés consolar con la historia de un viejo loco? "Tal vez esté un poco loco quien intenta vivir de acuerdo con sus ideales", le respondí. "Un caballero es sólo alguien que es nombrado como tal". Además, todos tenemos algún sueño; el drama aparece cuando no somos capaces de cumplirlos. El zurdo ensombreció. A boca de jarro me preguntó si yo sabía lo de sus tías y de su madre, que se había ido hacía mucho tiempo. No, le respondí, intentando atenuar su oprobio, con una verdad a medias, porque yo ignoraba lo de su madre. Quedé un poco turbado al ser testigo de su reciente revelación y sin poder evitar la incomodidad que me causaba, regresé a mi casa, con la vista en el suelo. Intentando desvanecerme con la ausencia progresiva de la luz de la tarde y la progresiva definición de las estrellas inminentes que parecían reiterar la escritura ambigua que nos proponían. De todos modos, me sentí mal, sentí que mi vida era una especie de representación, de un simulacro.
Yo vivía en el lado ostentoso de la ciudad, en la orilla de Pellegrini que pertenecía a la primera, en la casa de mis abuelos donde mi madre regresó después de separarse. Mis amigos, del lado de la sexta, donde yo había nacido y en un mundo que diseminaba las casitas humildes y el rancherío pobre de las orillas, en suma, un mundo más elemental y primitivo, un mundo de gente esforzada en contrarrestar las penurias de un destino áspero, cuyos designios no escatimaban el rigor. De vuelta en el lugar donde habíamos estado al final del partido, me senté un rato y me reproché no haberle dicho al zurdo que mi madre, después de su separación, había intentado alejarse y por la obstinación de mis abuelos y de mis tíos no lo había conseguido. Sentí vergüenza de mí mismo; sentí que era menos que Buzanca. El y el zurdo, en su pobreza extrema, eran más valientes que yo. Al menos, no creían o ni siquiera pensaban que era bueno sostener una imagen, cuando todo estaba mal. Esa diferencia, significativa para mí, se acrecentó en los días sucesivos. No fui a los partidos siguientes, y mucho menos pensaba en ir hacia el final, para compartir lo que durante mucho tiempo había compartido y ellos, seguramente no vendrían a buscarme, porque les costaba atravesar la avenida y golpear las puertas de las casas diferentes. El Chate jamás había subido a un tranvía y Buzanca me comentó una vez que se sentía observado. Pero me equivoqué. Una tarde, cuando regresaba de la escuela, mi abuela me dijo que había un chico esperándome. Cuando lo vi no supe que hacer. El zurdo me dijo que se encontraba incómodo jugando con el otro por el ala izquierda y Pancho, el entrenador lo había puesto en el banco. Nunca supe si eso era verdad, por de pronto, era verdad que nunca me había necesitado para jugar bien, y tuve ganas de abrazarlo. Por supuesto no lo hice. Lo acompañé hasta la puerta prometiéndole que a la mañana siguiente iría al entrenamiento. Al despedirse, como si algo hubiese advertido, retomó nuestra última conversación: "Hay algo que no te pude decir, el otro día, dijo. Muchas veces sueño con mi madre. Yo estoy en la orilla del río y ella nada hacia mí. Pero en un momento, veo sus brazos que se agitan y no sé si me saluda o se ahoga. Me desespero porque quiero salvarla y como no lo logro, me despierto llorando".
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