rosario

Viernes, 21 de enero de 2011

CONTRATAPA

Raro en mí

 Por Ariel Zappa

I

Su rostro. Ni su cara, ni su perfil, ni su silueta. Digo, su rostro es el que busco porque huele a peste. Posee la sutil manera de contagiar su bacilo. Y uno no puede ir sino hacia los colmillos de la serpiente, las garras del chacal.

Ella no miente. Nunca miente. Es al revés. Por más que sepa de su ponzoña no puedo dejar de creerle. Y si mientras me besa, abre los ojos como dos soles hambrientos, puedo desligarme de mis venas y de lo que por ellas corre. Salir a la calle en busca de más o amasijar a los jefes de todos los servicios de hematología.

Como esos tipos que se suben a lo más alto que pueden; antena de televisión, tanque de agua, techo de lavadero, y esperan de manera estoica el mismo viento que los obnubiló cuando apareció ese rostro.

Ciegos de amaneceres, se parten el pecho en dos hasta el esternón con un cuchillo oxidado (si es necesario). Abren los brazos cual espantapájaros y allí esperan, presos de ninguna vergüenza ni pregunta desubicada de vecina tapialera: ¿qué hacía anoche gritando en la terraza? Del susto que me dio casi llamo a la policía. ¿Usted no ve en la televisión todo lo que está pasando?

El viento pasa horas enteras haciendo bailar a las sogas ahogadas en trapos sucios, enloqueciendo a los pocos gallos de chapa que aún quedan y nos orientan con sus puntos cardinales y refrescando los pulmones hasta el último instante de los que deciden saltar a la deriva y volver al mismo punto del cual partieron. Pero de ese rostro que trajo el viento, nada. Ni una mísera comisura.

Y empieza la tarea impiadosa de bajar de la altura y clausurar el pecho a razón de dos centímetros por minuto para los que olvidan rápido, y de cuatro milímetros por día para los melancólicos.

El desencanto es verse el pecho lleno de cicatrices.

Es como tomar agua de arroz un día entero. El vientre duro. La garganta cerrada y los ojos a ras del piso como persianas.

II

Inmerso en el perímetro que marca el alcohol, mis párpados caen como portones, ese vahído melancólico me lleva a ningún puerto. Quisiera preguntar, reír, conversar o responderle pero ya es tarde y se nubló el futuro, a veces, trazado como una línea en el horizonte.

En mis pupilas, un cosquilleo armónico que culmina en las yemas de mis dedos. Y, hasta que llega allí, degüella a paso firme todo intento de serenidad. Cae la voz, se ciega la luz y toda su circunstancia deberá esperar hasta otro momento. O pedir turno con tiempo en algún tribunal que pueda echar mano al banquillo de los acusados.

Raro en mí...

Como esas burbujitas que, cada tanto, y a veces pareciera guiadas por un reloj invisible pero disciplinado en su trajinar, se desprenden de la pared de vidrio de una botella y emergen feroces hasta desmayarse al besar la superficie.

Guardan y vigilan una lógica de la cual, que yo sepa, ningún físico o matemático se ha atrevido a hablar. Alzan el camino, marcan una impronta vertical. Llueve hacia arriba rompiendo todas las escalas y humedeciendo las piernas de las mujeres que visten pollera, nutriendo de alboroto las mañanas momificadas.

Martillan los dedos. Tamborilean. Sin recurrir a músculo alguno. Menean a su arbitrio toda clase de incandescencias. Y al sonar, suena la magia, suena la turba, suena tan lindo. El fraseo es diferente si es de noche, si son más de las tres y las sábanas cayeron y el límite no es el territorio. Hace tiempo dije algo acerca de la lógica, ¿te acordás? Y en ese momento, se te dio por preguntar: ¿para qué carajo queremos que esté presente el mundo?

Y un día sin avisar, sin siquiera llegar a ser ráfaga, se nos presenta una brisa. Y de otoño. Acompasa leve, casi ingrávida, la guardia de hojas amarillas que alborotan los parques.

La brisa trae un esbozo. No es ese rostro, pero bien puedo identificar en él sus labios candados. Su boca escandalosamente furtiva. Y sus ojos que nunca revelarán si mienten (a dios, gracias).

Y vuelve a soplar el viento. Y hay chances de traicionar el último juramento: al diablo con los dioses, hoy es feriado. Y si no es ese rostro, es parecido. Aunque se desdibuje a dos minutos de la próxima traición o a tres milenios del siguiente desengaño.

Por eso no creo en el amor: me fui oxidando.

Tampoco creo en la soledad: vinieron a rescatarme mil veces y nadie me preguntó si yo quería salvarme.

Eso sí, creo en los milagros.

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