Miércoles, 26 de enero de 2011 | Hoy
Por Guillermo Paniaga
Es el ánimo, viejo. Como un lampazo abandonado en el rincón, humedecido por un resto de agua sucia en el balde de chapa abollado. O es el día, de llovizna fina, casi invisible si no fuese por los reflectores de la avenida, que tiñen el cielo de un color amarillo espeso, terroso, a contramano de toda lógica física y cromática. O es el tiempo, que transcurre sin esfuerzos, que se ríe de los nuestros. No, no sé por qué esta manía de pluralizar los efectos de unas circunstancias que sólo a mí parecen afectar. Allá, afuera, en el aire, en la libertad simulada; allá donde los barrotes son tan sutiles pero nada piadosos; allá donde uno cree que nada termina y es inmenso y sin embargo hay límites en cada final de calle, cada comienzo de barrio, cada continuidad de los espacios; allá donde me figuro que deben de correr los vientos que traen tu aroma, tu presencia que me esfuerzo por imaginar acá; allá es donde quiero y no quiero estar. Allá es el desamparo de esa lluvia esta noche; acá son estas palabras; allá es el fresco de un enero hasta ayer sofocante, acá es el libro que leía y esta música que escucho; allá son rostros anónimos, sonidos informes, acá es Dostoievski ayer, Kundera hoy, y el bandoneón de Piazzolla desmintiendo el azar.
Es el ánimo viejo, y la angustia por haber creído perdido el fueguito, el motor que me movía a escribir y de repente ¡zás! acá conmigo apenas empecé a llenar de palabras la página; y esta otra angustia, la de haber empezado por vos, la de andar rumbeando para lados que ya se recorrieron antes y mejor, la de haber querido esa historia virgen para poder decir sin culpas, en el primer párrafo de la historia: ¿Encontraría a la maga?
¿Por qué el potencial? ¿Por qué no mejor: encontraré a la maga? Sutilezas, astucias en la narración de un pasado que se pretende desconocido y por venir. Está claro que yo no soy Cortázar ni estas páginas Rayuela. Está claro que tal vez ni siquiera sean novela, o cuento, o nada, andá a saber en qué terminan, dónde terminan.
Es el ánimo, viejo, de un cuerpo joven y un alma como escarcha en pleno verano.
¿Cómo es explicar los desniveles? ¿Cómo decir que ayer una sonrisa y hoy un desconsuelo? ¿Cómo sostener la exposición si mañana de seguro andará de nuevo esa mueca que hoy me parece imposible? No he llorado, ni pienso hacerlo; sin embargo, siento en los ojos la resaca de las lágrimas. Quisiera decir que es por vos; pero no, lo siento, es por mí. Es en este tipo de sentimientos en los que cuesta reconocer el egoísmo.
No me pesa la muerte prematura, no me acongoja el pensar que tanto, tanto te quedaba por vivir. No, sólo pienso en mí, en esta soledad sin remedio; porque eras vos el único elixir que la anulaba, la hacía impensable otra vez en mi vida.
Claro que voy a sonreír; claro que pasará la tormenta y otro cuerpo se enredará en mis manos; claro, pero ahora, hoy. Claro, los duelos. ¿Tan seguro estoy de todo esto" Sí, lo estoy, porque si algo aprendí de la vida es que todo pasa, como la vida. Y esto también pasará, antes, durante o después de la vida.
"Manuel" decís, oigo tu voz.
"Qué" respondo mecánicamente, absorto en la página, en las manos, en las teclas: las palabras.
"Manuel" repetís, y no hay más urgencia que antes en tu reclamo, como si hubieses pronunciado el llamado por primera vez.
"¡Qué!" respondo irritado, ya sabés cuánto me molesta que me arranquen de aquél otro país. Y giro para encararme pendenciero con tu mirada ambarina.
Una caricia de aire se escurre entre mis cabellos, tu figura intermitente e indecisa, una brisa apenas perceptible cruzando mis ojos; y de pronto nada, tu ausencia, la conciencia de que mi país, el de las palabras, las ideas, los lamentos y los sueños es tan, tan similar a ese de allá, este de acá donde se asientan sobre sólidas estructuras los anaqueles de las bibliotecas, las tablas de los escritorios, los respaldos de las sillas, las huellas de tus pasos.
Es que allá, acá, están las bibliotecas, los escritorios, las sillas y las huellas; pero no tus pasos, y mucho menos vos, ni tu aroma, ni tus dedos como suaves varillitas enroscándose en mi pelo. No, no estás, ni yo tampoco. Yo no soy, no puedo ser ese lampazo húmedo y sucio, esa escarcha en el verano. No, ése no soy yo. Es el ánimo, viejo. No soy yo.
Qué bueno sería una lágrima ahora. De pronto recuerdo aquél bar en el que actuaba la banda de Jazz de Oscar Mazerath, aquél al que sólo se iba a picar cebollas.
Qué bueno sería.
Salgamos (no sé por qué pluralizo). Mejor salgo de acá antes de que las ideas se confundan y las causas se magnifiquen. Mejores tristezas hubo en el mundo, mejores almas sangrantes; lo mío es tan egoísta, tan espantosamente egoísta. Mejor salgo de aquí; si he de morir, no será por mí. Mejores razones hay para morir, aunque me cueste detallar una lista de una.
"Manuel" volvés a llamar, tan suavemente como la primera vez.
"¡Basta!" grito; y salgo, dando un portazo, a la calle de una ciudad que me es conocida y hostil.
Garúa; es de la clase de lluvia que ni siquiera sirve para mojar, decimos, y al rato empezamos a estornudar; la ropa húmeda y fría y uno sin saber cómo, en qué momento, aunque, claro, sí por qué. Enciendo un cigarrillo que (me tienta decir que sabe a pañuelo de plomero, pero esto ya lo dijo Chandler) me seca el paladar y arrastra desde adentro un sabor acre y pringoso, persistente. Lo mantengo encendido, entre los dedos, pero no volveré a pitarlo. Más tarde me asqueará sentir en mis manos el aroma de este sabor desagradable.
Hace poco que ha oscurecido y, sin embargo, descubro al mirar mi reloj que han pasado de las diez. Los bares están desiertos y las heladerías cerradas. Es esta lluvia, este lado de las cosas, el ánimo, la estopa del lampazo, qué sé yo. Es lo que es, la calle vacía, algún auto cerrando el cuadro en mitad del horizonte. Ni el ladrido de los perros, ni la alarma de algún auto caído en desgracia, ni la charla descuidada de las viejas chusmas que hay en todas la cuadras. Nada, sólo yo, la lluvia, el cigarrillo desabrido y el chasquido de mis pasos sobre los charcos de la vereda. Es cemento, no dejo rastros. Sólo tus pasos dejaban huellas. Sin embargo yo acá, y vos dónde. Yo acá. Yo. Nada más. Nadie más.
"¡Aaatchíis! "(¿Cómo, en qué momento?)
"Salud" me decís.
No te respondo, en el fondo me molesta que insistas en hablarme cuando está tan claro que ya no sos; que tus huellas ahí y ya no sos.
"¡Aaatchíis!
"Salud"insistís.
"Por qué no te vas un poco al carajo"te digo, entre dientes, justo al paso de una señora y su perro de revista Caras (aunque éste no se asusta ni se escandaliza).
"¡Guarango!"dice la vieja.
No le doy mayor importancia y sigo mi camino. Tal vez algún día lamente mi comportamiento: la mujer es la dueña del almacén donde ya no espero que me fíen.
Es el ánimo, viejo, me digo.
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