CONTRATAPA
› Por Beatriz Vignoli
Sí, la nueva telenovela será una porquería, pero, ¿qué se puede esperar de una especie que deja pasar mil años entre la invención del cinturón de castidad y la del abrelatas? Una especie que diseña por decantación genética al perro pequinés y se encariña. Encariñarte con un perro pequinés no puede no destruir tu credibilidad. Todos tus amigos te van a preguntar qué le viste a ese sapo peludo con dientes de piraña que para colmo es un manojo de nervios y les gruñe sin parar. "Es querible", alegarás.
Los hombres que me gustan son como los perros pequineses. Arrastran a sus chicas hasta mí como el gato o el perro que entra en casa trayendo entre sus fauces un pajarito. "Mirá, mamá, mirá lo que cacé". Cómo les explico que no soy su madre; cómo hago lugar para que el horror, que en ese momento parece invadir todo, deje un mínimo espacio a algún sentimiento de gratitud por esa devoción animal. Debería sentirme halagada. "Hoy he sido lo suficientemente cruel para matar esta gaviota". Cómo les explico que no soy la madre loca en ninguna obra de Chéjov. Que esta teta es mía. Que van a recibir de mí en cualquier momento una intimación a que me paguen lo que me deben. Que a la hora de exigir y reclamar en juicio su libra de carne soy más cabeza dura que Shylock y que eso es lo que cabe esperar de mí. Que les quiera cobrar esa deuda. Cómo les explico. Si cuando les miento que pienso darles amor para toda la vida se asustan, ¿pero si les dijera que los quiero sólo para un turno de telo se ofenderían?
Las mujeres que les gustan a los hombres que me gustan también son como los perros pequineses. Ellos van a sus chicas como quien se suicida, como quien se despeña, como quien marcha al combate. Después las dejan. Mientras tanto, ante el mundo, son los grandes futuros maridos perfectos de sus supuestas prometidas. "Esa sí, esa sí le va, esa tiene su edad", dice mi madre en la vida real. Y en sueños: "Dale, descuartizalo vivo, es lo más doloroso". Mi madre en mis pesadillas es Medea y espera que yo le arroje los pedazos de Jasón, en una variante nueva del mito. Yo en sueños no le digo nada pero me despierto en una casa en otra ciudad y está la voz de mi madre en mi celular, diciéndome que me consiguió turno para el oculista. "Qué bien", dice el hombre que me gusta y que está sentado en un sofá blanco. Este hombre es distinto. Es sincero. No miente. Dice que ya le explicó. Dice que ella entendió. Por ella entiéndase quien por ahora es su chica y cuya relación con él me impide, por el momento, tirármele a él encima, algo que yo de todos modos no haría. El tampoco lo haría. Ellos me traen pájaros, me regalan poemas. Ellos quieren tomar cerveza conmigo. Ellos quieren conversar conmigo. Quieren escucharme. Yo quiero verlos y querría no ver más. Pero mi madre insiste en que no puedo quedarme ciega, que tengo que seguir viendo. Es muy importante que vea, que lea, que lea las letras. Ella me enseñó a leer.
No quiero parecerme a mi madre. Le cuento a mi abogado la propaganda del pajarito que te come la cabeza: "Te parecés a tu mamá, te parecés a tu mamá". "Es muy heavy", dice él y le hace señas al conductor del colectivo. Subimos y él me pide un adjetivo para la palabra madre. No lo encuentro. "¿Despreciable?", arrima él. "Es lo que le dijeron a un amigo mío. Después lo cargábamos". Se ríe. Yo debí preguntarme en aquel momento qué hacía subiendo al mismo colectivo y sentándome en asientos cercanos con un poeta que asocia libremente las palabras "madre" y "despreciable".
Pero no me lo pregunté. Y ahora estoy generando una perturbación en el mundo. Vuelco mis radiaciones al mundo; compuse en honor del poeta una obra de arte en forma de video que una amiga mía, que es madre, me ayudó a compaginar. Otra amiga mía, que también es madre, tiene un hijo de seis años, casi siete, con quien me siento a mirar una sitcom de Nickelodeon. A él se le ocurre jugar a la guerra de peluches. Me tira con el oso y con el perro pero yo lo persigo con un gatito. "Te come la cabeza, te come la cabeza", le digo y chilla con una mezcla de delicia y genuino terror. Me muele a golpes de oso y perro, pero yo con el gatito lo aterrorizo. "El es el peluche del espacio, es extraterrestre y te come la cabeza, te come la cabeza...". La palabra "extraterrestre" lo asusta tanto como a mí a su edad. Como cuando yo dejaba la tarea en la mesa del comedor y me parecía que la iban a agarrar los extraterrestres. Iban a entrar por la puerta, de noche, desde el patio. Una compañera mía y de su madre nos contaba que había gente que desaparecía porque se la llevaban los ovnis de los extraterrestres.
Ya está lista la comida y nos sentamos a mirar la novela nueva. Los anfitriones de la casa (mi amiga y yo estamos de visita, por diferentes motivos) son adictos a la novela nueva. Se trata de abogados. Tienen que competir entre ellos y sólo uno logrará ser el socio del estudio. Estos personajes (excepto las dos mujeres del estudio: la abogada y la pasante) están trajeados y eso me encanta, pero terminan por resultarme despreciables. Son todo lo que la gente se imagina de malo de los abogados. Y lo bueno que la gente no se imagina, también. Encarnan todos los pecados capitales. Tienen una reunión con su jefe que los pone muy nerviosos y cuando vuelven a sus casas se encuentran con diferentes tipos de intimidad. Una abogada llega hasta el placard, lo abre, saca un montón de billetes y está por empezar a masturbarse con ellos cuando llega su novia, la besa, le pide cien pesos y ella la saca rajando. Otro de los abogados, que es el hijo del jefe, está en la cama con un efebo tomando agua en copas de cristal y luego trata de romperle el culo. Actúan todos muy mal. Dos abogados más tienen esposas. La de Pablo Echarri es Leticia Brédice y tiene cara de creerse que se parece a Marilyn Monroe, lo cual no resulta del todo infundado si se la mira con amor y si le estuviste dando a algún aperitivo espirituoso antes de cenar. La pasante intenta cenar con un psiquiatra que tiene cara de psiquiatra y deja la comida por la mitad, no quiere comprometerse. "Hay variedad", comenta mi amiga y yo le digo que falta que uno llegue y se encuentre con una oveja. "No sabés qué día que tuve, Dolly, estoy re estresado", y ella: "¡Béeee!".
Pero no, eso no pasa, estos abogados son gente seria. No tienen ovejas. Hay una hija loca y una madre pobre. Hay un hermano pobre y un padre pobre. Comen sobre un mantel de hule. Son los pobres de la película. Uno de los abogados malos lo llama al hermano pobre del otro abogado malo y le ofrece un pacto satánico o algo así. "Yo hablo con quien quiero y de lo que quiero", dice y yo me imagino qué lindo sería robar la única línea buena de la noche para mi telenovela, la que quiero escribir, que se va a tratar de unos abogados que son picados por un virus extraterrestre del espacio que les come la cabeza y los transforma en una mezcla asquerosa de zombis y vampiros. Sus trajes y sus camisas estallan y luego sus corbatas se irán manchando de sangre de las víctimas que vayan mordiendo a su paso. El virus les entra a través de sus Blackberrys.
Mi amiga abogada no es mala, no tiene Blackberry, me escribe a las 4 de la mañana y me pone que no puede dormir. "Mirá", dice la madre del niño. El duerme en el sofá.
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