CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Mi papá era chofer en una empresa de extracción y procesamiento de mármoles. Lo llevaban las distancias hacia las canteras, para traer ese cargamento sacado de las entrañas de la tierra a pura explosión y rotura. Un día me anoticiaron de que lo iba a acompañar a Córdoba, pues debía asentar un coche flamante de "La Familia". Era La Familia la dueña de las vidas de todos los empleados de la cantera: patrones de abolengo que otorgaban el sueldo y la pertenencia cercana de un mundo mágico basado en filamentos eléctricos de alcurnia que encendían la imaginación de la corrriente alterna de sus súbditos: si se portaban bien, la Familia los iluminaba con algún aumento, regalos, ropa. En esos días me habían hecho llegar unas chombas usadas que me enardecieron las mejillas: la humillación tenía muchas terminales y yo ya las presentía, enojado por recoger y usar aquellas remeritas de mierda que me quedaban cortas o largas, olorosas a polillas de diamantes, sudores de talcos, alturas de muebles caros donde las encerraban para que pródigamente cayeran un día sobre el beneficiado. Las dejé en el campito. Olvidado de esas patriadas anarquistas acepté viajar con mi papá en aquel auto, en vísperas del 6 de enero. La tarde del 5 salimos desde la puerta de mi casa, el barrio consternado por la presencia de aquel bote flamante, mi madre recomendando a mi padre viajar sereno. Me hablaba al oído que a la madrugada, en la ruta, al amparo de las estrellas llegarían para mi los Reyes Magos. Lo hicieron de una manera enguantada e invisible: pasada la medianoche mi padre detuvo el auto en una estación de servicio y me abrió la guantera de donde extrajo un reloj envuelto en papel azul brillante. Contento con el obsequio me dormí en el asiento trasero, mientras las lunas y los planetas nos perseguían como luces malas saltando los alambrados hasta que cerré los ojos cerca del amanecer. Un lago azul se abrió en el parabrisas.
Llegamos, anunció mi papá barbudo y con lentes de sol de marco dorado.
Allá están Los Gigantes, la cantera de la Familia.
Luego unas curvas, las sierras opacadas por una bruma cercana y el descenso por un camino de gramilla hasta dar con la casa. Al sentir el motor, un gallego servicial pero con cara funesta se apersonó sonriente a abrirnos el portón.
¿Estaís cansado? ¿Eh, amigos? Vamos, un buen desayuno para todos. Y nos condujo hacia el alero de la casa, donde ya una mesita de bronce y alpaca nos esperaba servida para el desayuno. Había cosas, sensaciones, objetos primerizos: el cuchillo de punta curva para mermelada, los tazones como con hilos de oro, el melón abierto con un trocito de jamón encima. Y la pileta, allí cerca, abierta como una promesa: una de mármol como en las pelis de romanos, con sus caracoles dibujados a piedra caliza y el fondo azul donde ondulaban unos mosaicos con dibujitos. Y el aroma a azahar y los pinares y las sierras que ahora sí se dejaban ver con algunos gorros nevados allá lejos. Respiré hondo: mi papá extendió sus piernas fatigadas y prendió el primer cigarrillo.
Vengan, dijo el gallego, por acá tienen su retiro. Y en vez de conducirnos a las tantísimas habitaciones que intuí desde la galería nos condujo hasta una puertita apretada entre los garrafones de gas y la entrada a la caldera: íbamos a dormir en una cucha, bajo los fenomenales cimientos de oro, piedra bruñida y maderamen de roble antiguo. Eramos, lo había olvidado, esclavos del rey, qué duda cabía. Recordé entonces la ropa que me habían mandado y comprendí que no gozaríamos de privilegios. Dos camitas, herramientas, trajes de lluvia y un olor a humedad serían nuestro dormitorio. Mi papá se llevó el café hasta el lecho y me aconsejó hacer como él, descansar. Pero yo no quería estar encarcelado. Esperé que se durmiera y muy sigilosamente salí al parque. Descubrí las marcas de sendero de los caracoles, blancos, frágiles. Macetones con plantas que deduje carnívoras y dos o tres perrazos que lucían sus fauces, atados a una jaula. Otra, más pequeña tenía dentro un mirlo azul. Me acerqué y me puse a silbarle. Apareció un chico morocho con unos juguetes en la mano: eran autitos de los caros. Me preguntó que hacía y le contesté que podía hablar con los pájaros.
-Dice que va a llover, pero que va hacer calor primero -mentí. Sólo anhelaba con todas mis fuerzas entrar a la pileta, por ello forzaba la conversación. El chico se desentendió de mi y jugaba solo en el borde de la piedra acuática. El sol empezó a rabiar sobre los cuerpos, así que me quité mi camisa y en calzoncillos, sobre el agua de ensueño clarísima me introduje en la pileta de los millonarios como una glorificación de todo lo soñado: estaba allí bajo el sol cordobés, en un rectángulo de plata, riéndome solo. El chico morocho, sonriendo raro me siguió pausadamente entrando, escalón por escalón. Temblaba de frío, algo no estaba bien: se quedó en un rincón, como ahuyentado por algo y su mentón se movía ante una descarga: a su alrededor un halo amarillo delataba que estaba orinando en el agua. Me aparté, salí por la otra punta y él hizo lo mismo, aterrado por sentir tanto temblor de frío. Se metió en la casa, como huyendo del demonio. Cuando llegó el dueño, solo comprobó mi cuerpo mojado con la camisa encima y la superficie amarilla que había dejado el meo en su pileta. Me dijo cosas muy feas, yo me quedé mirándolo. Tenía una chaqueta cazadora y fumaba en pipa. Mi padre, llamado por el ruido llegó aún dormido. Y sentí que le decían: ¿Es tuyo? Cuidalo porque es bastante mal educado ¿No te parece? -extendió señalando el orín. Así serán las cosas por los siglos de los siglos, así los cachorros inocentes serán acusados de rabia, así serán los que fueron expulsados del paraíso y esperan a la puerta del rosal los mendrugos de los ricos.
Yo no fui, fue el otro, el hijo de puta que vive ahí dentro. Un silencio de piedra inerte, de fusilamiento precedió todo. El tipo miró a mi padre, le palmeó el hombro. Te perdono porque es un pibe y me miró. Luego, bajo la sombra de una morera, mientras yo hipaba de rencor y de angustia mi padre me explicó que uno de los jefes de La familia no podía tener hijos y que habían adoptado uno, pero fallado. Que nada tenía que temer porque él me defendería pero ya iba siendo hora de irnos por donde llegamos.
Solo el gallego nos dio de apuro dos sanguches de jamón serrano y el saludo mientras volvíamos en el auto coludo. Miré la hora en mi reloj nuevo. Solo diez horas habían bastado para mostrarme la faceta áspera del mundo, el reborde de una pileta de mármol siempre tan lejos de nosotros.
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