CONTRATAPA
› Por Irene Ocampo
Sentada, esperando el momento en que se llevarán el cajón con los restos de mi madre al cementerio, pienso en las cosas que viví con ella. Mis primeros años de vida fueron a su lado. Esa etapa de descubrimientos y extrañas sensaciones de no estar del todo acomodada en el mundo.
Los colores y los sonidos los vi y escuché por primera vez a su lado, en sus brazos quizás. Sin embargo, no recuerdo, ni puedo asociar ningún olor o perfume con mi madre. Siempre olió bien y fue eso, quizás, en mi etapa de rebeldía, lo que me llevó a querer ser lo contrario. Aprendí a caminar de su mano, pero nunca caminé como ella.
En una época temí su mirada. Parecía que lanzaba destellos fulminantes. Pero últimamente se había suavizado, humanizado, quizás otra vez. Aunque el aprendizaje escolar no fue de los mejores recuerdos que tengo con ella, hubieron otros aprendizajes que me acompañaron toda mi vida.
Aprender a cocinar a muy temprana edad, lo básico y necesario para poder sobrevivir, y también algunos platos más complicados. La música, que forma parte de mi vida, la conocí con ella. Y el gusto variado y amplio que hoy tengo empezó a formarse escuchando jazz, tango y música clásica y popular de las radios AM de los años 70.
Coser y tejer también fueron cosas que me enseñó de muy chica, porque yo seguramente quería imitarla, ayudarla, o por simple curiosidad. Y con ella aprendí, de la peor forma, de qué se trata la discriminación por orientación sexual, la homofobia, y más específicamente la lesbofobia. Algo que hubiese preferido no conocer y menos de su parte.
Recuerdos alegres y tristes se mezclan a la hora de repasar la vida que compartimos juntas. Son recuerdos atravesados, matizados, saborizados por el afecto, el cariño, el amor filial y maternal, y también por las consecuencias menos afortunadas que otros sentimientos me provocan.
Mi madre fue mi familia de sangre más directa, la principal en todo caso, y aunque ella tenía muchos hermanos, y por ende yo muchos primos y primas, con los que sólo tuve cercanía en mi infancia, los lazos más fuertes de familiaridad los encontré afuera del círculo de consanguinidad.
Sin embargo, por mucho que me hayan dolido algunos de sus actos, todos aquellos momentos inauguradores, fundantes si se quiere, de mis futuras sensaciones, intereses, y desafíos por sobrellevar, me acompañaron durante todos estos años. Y hoy, que ella no está más conmigo en la forma corporal, siento que me acompaña de todos modos, en esos recuerdos impresos en el comienzo de mi vida.
Con las lecturas sobre feminismo, y las charlas con compañeras, pude acomodar algunos de los sentimientos oscuros que los sufrimientos me dejaron. La resiliencia, de la que pude leer hace poco tiempo, me permitió examinar cómo yo, de una manera inconciente, superé los dolores y angustias, para establecer nuevos estándares en mi vida, o restablecer aquellos que conocí alguna vez.
Con el tiempo, los nuevos afectos y las elecciones hechas y vividas con plenitud me permitieron acercarme a mi madre de otro modo. Ella también pasó por sus propias experiencias de transformación. Esto contribuyó a sanar nuestras heridas mutuas, si se quiere.
Por eso hoy que ya no está, y que parece que tantas cosas quedaron inconclusas, siento que lo mejor que pudimos hacer fue finalizar este camino que emprendimos juntas de la mejor manera. Y aunque nos unían muchas cosas, entre ellas el de ser sobrevivientes las dos de lo que el sistema patriarcal, para ella, y además heteronormativo para mí, ofrece a las mujeres pobres, y nos sobrepusimos de modos muy distintos, algo nos siguió aunando de cierta forma.
No es la primera vez que escribo sobre mi madre, supongo que no será la última vez. Hoy sin embargo, por más que me esfuerce, la letra toma un tono un poco más opaco que de costumbre. Es el duelo por su pérdida, que no pretendo disimular, el que acentúa ese tono, para matizarlo no puedo dejar de ser yo: Gracias Mami por todo.
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