CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
A Ana S.
En una santa ciudad cuyo santo nombre no puedo recordar, no existió un hidalgo de los que lanzaran en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, pero era fértil en la propagación de poetas. Tenía la ciudad sus fábricas, sus molinos, sus autos de alquiler, sus monopolios, su virgen aparecida, su mundillo financiero, pero en lo que realmente descollaba era en la cantidad y la calidad de sus poetas.
Fragorosos versos nacían en los viejos cuadernos, en las noches aciagas, en los rincones oscuros. Palabras de amor prorrumpían en los paseos costaneros y en las plazas. Fieros versos de denuncia se agitaban desde el río hasta las vías. Versos de luz y de sombra brotaban entre las disámaras y los agapantos. Poemas de ruptura y de evocación bramaban con nuevas o viejas voces. Debajo de los puentes, en los consorcios y las bodegas, sobre las escaleras y en los zaguanes había en la ciudad más poemas que gente.
Pero todos los oficios tienen sus complicaciones. Del panadero al domador de fieras, del vendedor de oro a la coleccionista de suspiros últimos, cada cual en su tarea sortea un sinnúmero de escollos. Aquí, el problema de los poetas no era tanto la soledad de la escritura, la lucha cuerpo a cuerpo con el verbo que se envilece, ni el sangriento recorte de adjetivos, ni la caprichosa obstinación de las musas. La mayor vicisitud a la que se encontraban los creadores era cómo hacer para que sus versos trascendieran la mera hoja de papel, el comentario fraterno del amigo, la aprobación del colega y llegaran a la gente. Los poetas, deseosos de promulgar sus creaciones, desmadrados del mercadeo editorial, incomprendidos por sus vecinos y parientes, iban perdiendo toda esperanza de comunicación con los demás. Sus versos, cada vez más oscuros, se desangraban en la soledad muda y desamparada.
Pero en esa ciudad proclive a los milagros y con poetas atentos a sacar provecho de la adversidad, ocurrió el prodigio.
Sucedió que de todos los rincones del país comenzaron a llegar peregrinos en busca de una oración sanadora a los pies de una hermosa santa de marfil que había aparecido ante una humilde mujer. La venerable figura que causaba ensoñaciones en los niños, que llenaba de esperanza a los afligidos, que renovaba las fuerzas de los abandonados, que fortalecía la resignación de los desposeídos, también cumplió los deseos de los poetas. Hasta entonces, la virgen iba por un carril y los poetas por otros, pero o bien por bondad de una o bien por perspicacia de otros, el milagro ocurrió.
En aquella ciudad, una vez al año la gente de todo un país se congregaba en torno a la imagen benefactora para recibir sus bendiciones. Ese portentoso afluir de público despertó un ansia especial en los artistas. Pensaron que a la generosa santa no le costaría nada compartir su gente y se sumaron a la festividad de la vigilia que se llevaba a cabo cada año, la noche anterior al magno evento religioso, con un fecundo recital de poemas.
El frenesí por escuchar los ansiados aplausos no cegó a los poetas sino que con muy buen tino se pusieron a revisar los versos. Para estar a tono con la ocasión les pareció apropiado borrar uno que otro exabrupto que al fin de cuentas, no hacían a la esencia de los poemas. La comisión de turismo, desbordada por la magnitud del evento, dio el visto bueno a la cultura y uno más uno dos, dos más dos cuatro, cuatro más cuatro ocho, ocho poetas se dieron cita aquella noche para difundir su obra y entretener a los fieles.
También fue de la partida, el viejo poeta del whisky, la calle y las putas. Aquella noche, conmovido por tan extraordinario momento, ante un público masivo, el viejo hurgó entre sus papeles. Halló, otra vez, aquel poema que despertaba en él una emoción especial. Con buen tino advirtió que nada de lo escrito estaba a la altura de las circunstancias, entonces, pensó que a medida que fuera leyendo iría haciendo algunos retoques. Lo avalaba el axioma de un maestro de jazz: "cuando lo imprevisto se torna necesario".
Los colegas quedaron pasmados ante el anuncio del título del poema escogido por el viejo: "Un cacho de roca". En un instante temieron pasar del recital a la hoguera, pero el viejo apoyó la boca en el micrófono sin dar tiempo a ninguna reacción reparadora a la idea de que ese maldito estuviera allí parado ante varios centenares de inocentes personas. Sin embargo el viejo, con toda compostura, donde decía: "Ella era la peor mujer/ que yo había conocido", murmuró: "Ella fue la gran mujer/con la que he revivido". Varios corazones descompuestos llegaron a una leve calma que se fue haciendo más estable cuando el viejo, donde decía: "Me robó una botella de whisky llena", optó por el robo "del alma plena". Confiados en que el poeta estaba en sus cabales, lo dejaron seguir leyendo. Así, pasaron a mejor vida los versos: "¡Dame esa botella puta, /de mierda!", porque entre otras cosas, el viejo advirtió que los signos de admiración exacerbaban la violencia. En: "La tomé de los hombros /y le di una bofetada", optó por "Me abracé a sus alas". Para que el clima no se le fuera al demonio, se dio cuenta de que "ella empezó a/bailar/con un vaso de whisky en la mano", debía ser reemplazado por algo más acorde a las beatitudes y leyó: "ella empezó a/orar/con un pedazo de cielo en cada mano".
Cierto era que el poeta se estaba sintiendo incómodo porque muy lejos estaba la puta de Nina de tener en la espalda algo más puro como un plumero. Pero a esa altura de la noche, sin nada qué beber, obnubilado por el desafío de encontrar en la más lejana santidad las más lejanas palabras, el viejo se sentía un gladiador de la paráfrasis literaria.
El clímax textual llegó poco antes del final, cuando frente a sus ojos, los versos: "Después corrió hacia/mí/ cayó de rodillas/me bajó el cierre/ y ahí abajo estaba ella/ haciendo sus trucos" se hicieron más vívidos que nunca. De pronto Nina, por obra y gracia de los espíritus santos, corrió hacia él, cayó de rodillas, pero no le bajó el cierre y ahí abajo hizo un juego de manos distinto a aquellos trucos, acercó la boca y tragó, "tragó saliva de Dios", dijo el poeta ensimismado. Nina cubierta con un manto blanco, se desnudaba ante sus ojos. Nina con el manto de la aparecida. La aparecida con la boca abierta de Nina, "bebedora de desgracias" musitó entrecortadamente el poeta. El viejo deliraba con un vaso de whisky en la memoria y el un endemoniado sabor de pubis en la boca. A su lado la santa imagen de Nina, venerada por tantos creyentes, le hizo arrepentirse de todas las veces que le dijo puta, de todas las veces en que la dejó con la garganta seca. Convulsivo, envuelto en un sopor de inspiración y abstinencia, el viejo cayó rendido ante la estatua de Nina, dura y virginal como nunca antes la había sentido, mientras el público, conmovido ante esa demostración de fe, se deshacía en aplausos.
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