CONTRATAPA
› Por Guillermo Paniaga
Máximo Salvador Guzmán fue, durante mucho tiempo, el único amigo de mi padre. No se entienda con esto que mi padre era una persona huraña, nada más lejos de la realidad: desde su llegada a la ciudad no había hecho más que ocuparse en sembrar nombres importantes en su agenda; se había propuesto cimentar una posición social y para lograr su cometido poco a poco se colocó a sí mismo como un nexo inevitable para la relación interesada entre aquellos nombres. Con esa vana habilidad se rodeó de personajes influyentes... pero en realidad -y no lo supo admitir sino hasta aquel último día en que vio a su amigo Máximo-, había estado siempre solo, agitándose en aguas de una existencia vacía.
Máximo también recayó en la ciudad, pero él no perdió su simpleza esencial; nunca se ofendió por los desplantes de mi padre: no poseyó el orgullo o la pedantería necesaria para crearse tales ofensas. Habían sido amigos desde la infancia pueblerina, pero en la ciudad, y durante los años de mayor frenesí, coincidían muy poco.
Se vieron por última vez, al menos en mi presencia, una mañana de hace más de cincuenta años. Mi padre se acicalaba frente al espejo del vestidor; una junta de ya no recuerdo qué comité de acción benéfica lo había nombrado su presidente. El traje de corte se ajustaba perfecto a su talle, los zapatos relucían y el aroma de su perfume, suave e imponente, logrado tras largas noches de alquimia cosmética, era el único posible para esa hora, para ese lugar, para esa persona. El bigote cuidadosamente recortado, el cabello amoldado a su cráneo simétrico, la camisa blanca, muy blanca y muy planchada y muy almidonada; la corbata adecuada; los justos gemelos: si hubiera debido elegirse un modelo de hombre para que en otros mundos apreciaran el arquetipo humano, nadie habría sido más preciso y necesario que mi padre aquella mañana.
Mientras mi padre se disponía a repasar el texto de su discurso, yo, aburrido, extravié mis sentidos en las últimas golondrinas que revoloteaban sobre los abetos del jardín. Me asomé a la ventana tratando de continuar la trayectoria de una de las aves, mantuve su ruta vertiginosa hasta que descendió bruscamente hacia el sendero cubierto de ocres y amarillos; luego, el ave ascendió con la misma velocidad con la cual se había arrojado, pero no pude seguirla, pues mis ojos habían chocado con la mirada de una silueta repentina; quedé aturdido, como si ese choque se hubiera producido entre dos cuerpos tangibles; mis rodillas flaquearon; sólo volvió el color a mi rostro cuando descubrí que aquellos ojos inmutables eran los de Máximo.
Le anuncié su llegada a mi padre; no supe reconocer en su respuesta alegría o fastidio por la visita -las palabras nunca habían sido garantía para interpretar la emoción que existía entre ellos-, sin embargo noté un leve brillo en su mirada que se me antojó el detalle que había estado faltando para su pulcra perfección.
Máximo ingresó a la habitación sonriendo; me abrazó, me besó, y me pellizcó dolorosamente los cachetes mientras me despeinaba con sus manos rugosas. Luego de abrazar a mi padre, extrajo de su chaqueta el mejor obsequio que recibí en toda mi vida: una pluma con cuchara de plata que -me dijo- era una artesanía celestial elaborada con la pluma del ala de un ángel.
La belleza de la pluma era inobjetable, pero me molestó que me creyera todavía tan inocente como para que me tragara un cuento semejante. Recuerdo que el aroma como de frituras dulce que impregnaba las ropas de Máximo despertó en mí un apetito inusitado para esa hora de la mañana. Con alguna excusa que se perdió en mitad de camino, pues ninguno de los dos me escuchaba, me retiré dispuesto a repetir el desayuno; al volverme para cerrar la puerta, Máximo enfrentaba a mi padre con palabras que desoí; le entregaba un sobre azul con lacre morado; mi padre parecía derrumbarse; aquella imagen me impresionó desagradablemente; dejé la puerta abierta y bajé las escaleras sintiendo un cosquilleo que me nacía en la boca del estómago y desembocaba en la punta de la nariz; llegué a la cocina por inercia y tomé un pan por el reflejo del apetito ya ausente.
Me pesaban los pies, pero igualmente subí, atraído por la curiosidad o por vaya a saber qué impulso. Entré sin golpear, simulé un carraspeo; al verme, Máximo dejó de hablar y se retiró cabizbajo hacia la ventana; mi padre, en un gesto que yo desconocía, apretó fuertemente los maxilares y cerró los ojos; los músculos de su rostro se tensaron; aflojó su corbata y se dejó caer sobre el sillón con una carta y el sobre azul entre las manos. Me miró y ocultó la carta en un bolsillo.
Presentí un secreto obsceno.
Máximo apoyó una mano sobre el hombro de mi padre y me hizo una seña para ordenarme que me retirara; consternado, di media vuelta y salí de la habitación. Casi a mitad del pasillo, curioso y preocupado, volví la mirada; fue entonces cuando vi a mi padre llorando desconsolado frente al impasible Máximo Salvador Guzmán.
Sentí una enorme tristeza: mi padre había sido, al fin y al acabo, un ser humano vulnerable. Atribuí su desmoronamiento a una ofensa de Máximo; tomé la pluma que éste me había obsequiado y la arrojé con furia por la ventana.
Desde entonces, mi padre jamás volvió a ser el mismo: olvidó por completo las vanidades sociales y se dedicó realmente a vivir su vida, pero nunca más habló de Máximo ni de la mañana en que lo habíamos visto por última vez.
Crecí con la certeza de que Máximo, de alguna manera, nos había traicionado y por eso lo detesté aunque, paradójicamente, esa traición hubiese operado favorablemente en el espíritu de mi padre.
Treinta años después, ya en su lecho de muerte, mi padre me confesó que nada deseaba más ese día que rencontrarse con su viejo amigo. Yo mal interpreté sus palabras como un ruego, una última voluntad, y me aboqué infructuosamente a la búsqueda de Máximo: no hallé noticias de él ni en la ciudad ni en el pueblo. Cerré los ojos de mi padre con la angustia de no haber podido satisfacer su último deseo. Era de madrugada; el hospital estaba desierto; mis primos, que me habían acompañado hasta poco antes; se habían retirado para organizar el funeral. En la habitación, sólo el cuerpo de mi padre, y el mío, con el alma ausente, incapaz de soltar una lágrima que drenara el dolor.
Inaudible, una sombra traspuso la puerta y caminó hacia el lecho de mi padre; en la poca luz pude reconocer a Máximo; su rostro era puro: pensé que la corrupción del tiempo y la vida, que hacen estragos en todos los rostros, había sido ineficaz con el suyo; me miró compasivamente, pero en sus ojos no había tristeza; no moduló palabra; acarició la cabellera de mi padre y luego sonrió. En aquel momento no supe por qué, pero esa sonrisa, que en otras circunstancias hubiera considerado inoportuna y ofensiva, me quitó parte del dolor.
Lentamente, Máximo extrajo de su chaqueta aquella pluma con cuchara de plata que me había deslumbrado en mi niñez, y me la regresó; era tal como la recordaba: me alegró comprobar que las memorias infantiles no son meras ilusiones favorecidas por nostalgias de perfecta ingenuidad.
Con el mismo silencio con el que había llegado, Máximo se marchó, y aunque su presencia había anestesiado mi duelo, no fue hasta un mes después del funeral que tuve el valor para ingresar al cuarto de mi padre. No podía postergarlo más; debía acomodar sus cosas, sus papeles y entonces sí, sepultarlo para siempre. Traspuse la puerta con gran expectativa: sobre el escritorio, libros y hojas sueltas y más libros; el cajón superior del escritorio era un recinto de recuerdos: había fotos de mi madre, había infinidad de cartas sujetas con cintas de colores... y al final de la pila de papeles, en el fondo del cajón, el sobre azul de lacre morado que Máximo le había entregado aquella mañana. Lo abrí sin remordimientos, sin esa sensación de invasión que hubiera sentido con mi padre en vida (todo es tan relativo, hasta la vida misma); la carta, fechada treinta años atrás, era de un ignoto funcionario brasileño que informaba del lamentable accidente que había provocado la muerte de Máximo Salvador Guzmán en el Estado de Minas Gerais, Brasil; como mi padre era el "único allegado conocido del señor Guzmán", le rogaban que tomara los recaudos pertinentes para la inhumación del cadáver o su repatriación inmediata.
Desconozco cuál fue la decisión que tomó mi padre; desconozco dónde descansa el cuerpo de Máximo; sólo sé que están juntos en algún lugar del Cielo: la maravillosa pluma blanca de cuchara plateada, con la cual escribí esta historia, es una evidencia irrefutable.
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