CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
El otro venía del Suipacha, lo distinto, lo extraño, lo temido, venía del Suipacha, lugar que ninguno de nosotros conocía pero del cual todos habíamos escuchado hablar lo suficiente, como para ir sabiendo que no había un solo infierno.
A quienes sí conocíamos eran a sus habitantes, que casi a diario desfilaban por el barrio, y por quienes supimos que el miedo que tenían los adultos por romperse la cadera, era chico comparado con el temor que portaban de quebrarse los huesos de la psiquis.
Ese miedo convertido en odio y pánico, no hacía carne en nosotros, y ellos lo sabían perfectamente ya que nos permitían jugar con ellos sin enojarse, así Mario que era adicto a la serie Combate, cada vez que aparecía el loco del plumero, quien deliraba estar en estado de guerra permanente, imitaba al sargento Sunders mientras nosotros hacíamos ruidos de aviones y bombas, o cuando escuchábamos el llanto de la llorona desde lejos y al llegar a la cortada nos poníamos a llorar como ella, se quedaba callada por un segundo, y en ese instante, en el destello de sus ojos claros, uno podía adivinar que había sido una hermosa mujer, o en las tardes en que "Alberto Castillo" con un hilo atado a una lata de conserva simulando un micrófono nos cantaba "Por cuatro días locos", nosotros hacíamos de orquesta y de público para que se sintiera como en Unión y Progreso.
Pero al que quisimos realmente como a un amigo fue a Jorgito, el loco de la moto. Todo lo que hacía lo hacía arriba de la moto, la cual no se podía ver, pero sí escuchar, ya que con la boca hacía todo y cada uno de los ruidos que pueda hacer un motor, puesta en marcha, rebajes, aceleración a fondo en las rectas, y para cruzar una calle, la ponía en punto muerto y la aceleraba en falso hasta poder cruzarla.
El Willy, un mentiroso compulsivo, aseguraba que no era de gran cilindrada, no mas de 100 cc, o bien tenía el motor pinchado, sostenía esta teoría por el andar que tenía y porque nadie había visto a Jorgito ponerla en una rueda.
Si bien nunca pudimos saber la marca, sí nos dijo su nombre, la Vivi la llamaba y su amor era incondicional, porque según él nunca lo había dejado a pie y gastaba muy poco.
En ocasiones se bajaba de ella para descansar, se acostaba en la vereda contra la pared, como quien cuenta 31 y multa, pero horizontal, con los brazos cruzados junto a los zócalos, y tapándose sólo con la espalda. Una tarde de invierno en que la Matilde, una vieja que justificaba el fin de su existencia dándole de comer a los gatos del aserradero, lo tapó con una frazada, Jorgito no dudó en levantarse y ponérsela a la Vivi, para que no se enfriara y después se hiciera difícil darle arranque.
El loco y su moto solían trabajar como zorro gris en los choques, ordenando el tránsito y tomándole el número de patentes a los damnificados, también como agente de apoyo para las maestras a la salida de la Pedro Goyena, en donde a veces le prestaban una banderita roja para facilitarle el trabajo, pero lo más sorprendente era cuando acompañaba los cortejos fúnebres del servicio de Giamonna desde calle San Luis hasta Francia, pero en ocasiones muy especiales llegaba hasta el Salvador, siempre al lado del cajón, y al llegar al cementerio, paraba la moto y lloraba como un chico, nos contaba Muñoz que trabajaba en la cochería.
Siempre se lo veía solo en la Vivi, aunque nos confesó haber llevado a dar una vuelta a Dios, pero que le hablaba mucho en el oído, y lo distraía en el manejo, pero a los que nunca llevó y jamás lo hará es a los extraterrestres, que cada día había más y de quienes realmente hay que cuidarse.
La vez que le gané al Osito la final del torneo de penales 12 a 11, que hacíamos en el paredón de Plaza Jewell, de premio me llevó a toda velocidad hasta Vera Mujica, ida y vuelta, agarrado fuerte a su cintura y al grito de Dale Campeón festejamos esa tarde, Jorgito tocaba bocina y estaba tan contento como yo.
De repente lo dejamos de ver de la noche a la mañana.
Don Esteban era quien daba cátedra por las noches, cuando se hacía la digestión en la vereda, no se veía televisión y el único peligro real eran los mosquitos, entrelazaba los dedos de las manos, dejando libres a los pulgares girar en círculos, se tiraba hacia atrás haciendo equilibrio en dos patas de su silla de paja y comenzaba a explicar con la soberbia que suele prestar la ignorancia.
En una de sus charlas tocó el tema de los electro shock, de las sublinguales de colores, de la pichicatas para caballos, de las ataduras a la cama con cintos.
Como nunca quisimos que se callara, como nunca quisimos que fuera una mentira más, una burrada, como nunca lo insultamos y le deseamos lo peor, nosotros seguíamos apostando a una gripe mal curada, una hepatitis tal vez.
Después de varios meses apareció Jorgito en el campito, en mitad de un partido: era otro tipo, traía la moto a la par, y nos pidió que se la cuidáramos, porque no se sentía bien, nos dijo que se mareaba mucho, le echó la culpa al laberinto, y que ya no tenía equilibrio para andar en moto, no dijo nada más, el silencio fue todo nuestro, para perderse despacio, muy despacio, como si le pesara su sombra, derecho por calle Córdoba, para el lado de calle Suipacha.
De la barra, al único que le tiraron los fierros fue al Zambo, quien ya hace varios años que tiene un taller de motos por Pasaje Cordero, en el patio de atrás entre el baño y el parrillero tiene un galponcito que la mayoría de la gente cree que está siempre vacío, pero nosotros sabemos que se equivocan, que allí está guardada la Vivi, esperando que alguna vez la pase a buscar su dueño, y sabemos también que el Zambo, por lo menos una vez por mes, la pone en marcha, para que no se pegue el motor, viste.
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