CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Eran Cichina, La Ubre y Amancia hermanas de un mismo tropel de familia polaca, cuyos padres habíanlas abandonado en pompas fúnebres dolorosas, dejándolas a la deriva, solteras en la gran casa rosa y gris del pasaje que terminaba en las vías y el depósito de vinos, la fábrica elemental y monstruosa que olía a fermentos de alcoholes rancios. Con ellas vivía Marcianita, hija de algún tío que la dejara viviendo con ellas: su nombre quizás era Isabelina o algo así pero ella mismo adoptó el apodo, gracias a una canción que nombraba Marcianita, Marcianita, machacante y zon-za. Pero ella, quizás se sabía intergaláctica, loca cuerda en ese mundo de viejas chotas ,amargadas, llenas de enfermedades, várices y pesadillas de aparecidos que regresaban de las estepas rusas, de la guerra primera, convertidos en espectros que anidaban en los techos altos de chapas, en los fondos del gallinero, bajo sus camastros de ballenas, donde no faltaba la chata y un gato barcino, gordo, capado y de mal carácter. Entrábamos a esa casa sin cerradura merced a que Marcianita nos dejaba la puerta abierta para que la visitáramos, para que alguno la arremetiera por debajo de la pollerita azul diabólico que usaba, pintada los labios, ya los bucles con la planchita, ya los pechitos puntudos metidos en el armazón de los primeros corpiños que se sacaba con facilidad y garantía en su pieza, allá en la altura de una galería por la que se accedía con una escalera caracol, a salvo de miradas indiscretas. Los pibes íbamos a visitarla porque Marcianita era perfecta: un pibe más, feucha pero con piernas abiertas y bombachas de seda, musica de ópera que ponía en un winco, mientras la siesta corría languida y según el afortunado, podríamos desde su pieza minarete, sentirnos grandes, vertidores de polvos, hombres recios y amigos ya de una mujer, la piba más fea pero hermosura plena porque era consciente que su encanto provenía de su rareza, quien nos enseñó a bailar rock and roll o nos dejaba dormir en su cama alta, repleta de muñecas de nácar y piedras fosforescentes que ella confeccionaba para pulseras. Las extraía de un arcón que las viejas zonzas guardaban en algún lugar de la casa y que les preveía de alimento: era sabido que cuando precisaban dinero y la pensión del tío lejano no alcanzaba para pagar cuentas, acudían a la liquidación de alguna alhaja, siempre eternas como una ristra de diamantes. Esa tarde el calor era impensado: Marcianita yacía desnuda abanicándose en la cama y tenía uno de esos días de malhumor donde se aconsejaba no hablarle. Solo se calmaba con atropelladas en su sexo, si es que concedía o con chistes obscenos, inocentes, canciones de murga que nosotros, los machitos cabríos le traíamos hasta su reino de duquesa en el exilio, de puta joven cargada de pedrería y lujos orientales. Estaba -digo- con ella, yo mismo desnudo, cuando saltó de repente. Me duele la cabeza, che pelotudo, hagamos algo para parar este calor, vení bajemos. Las viejas dormían su letargo de mortajas en sus pupas ancianas bajo las aspas de un ventilador negro y tan antiguo como un caballo de tiro. Marcianita fue al fondo, un piso violeta con azulejos de Florencia donde había una pequeña piletita con un grifo dragón. Lo abrió y se dejó estar invitándome a quedarnos bajo el chorro. Estábamos desnudos y se lo recordé. "¿Tenes miedo, boludo? Las viejas toman pastillas para caballos y no se levantan hasta la noche, venga, venga mi machito y me atrajo entre sus piernas bajo el agua helada y el sol que se rompía en reflejos sobre la corriente. Hicimos el amor allí mismo, acicateados por la novedad y luego, entresoñados, con plantas de vides en las cabezas para protegernos del sol siestero nos quedamos profundamente dormidos.
Los timbrazos en la puerta nos despertaron y contra todos los pronósticos a la viejas también: el agua, en hectolitros se había filtrado bajo la puerta de calle y algún vecino preocupado empezó a darle al botón. Las viejas en sus camisones comprendieron el vértigo del agua que por ser sus dormitorios en bajante, había entrado a chorros.Y empezaron a salir gritando, enloquecidas, drogadas de píldoras y de miedo porque vaya a saberse que imaginaron: que las estepas de sus ancestros se iban descongelando, que empezaba el fin del mundo, los deshielos y los castigos divinos. Amacia apareció en pelotas casi, la Ubre arastraba las chinelas puestas al revés con el gato en la mano y la Chichina que giraba en círculos sin entender lo que estaba sucediendo. Marcianita no podía parar con las risotadas, se meó encima y con un pase de magia cerró el chorro, me empujó hacia su altillo y desde allí oteamos el espectáculo. De circo: los vecinos se habían metido creyendo una catástrofe, los cuadros flotaban en el agua y visto desde la altura parecía aquello una laguna espejada con gente espantada como ganado. Marcianita se tapaba con un toallón puesto en su boca para no delatar su risa. Alguien la llamó y se serenó asomándose, puso cara de dormida asegurando que estaba bien y que no sabía que estaba sucediendo. Luego, para festejar, puso Vivaldi, me secó con un toallón, me dió un empujoncito para que cayera en su cama.
Este es el día inolvidable en que se inundó la casa de las locas. Y metió su cabeza entre mis brazos y dijo aquello de que los idiotas y los locos como nosotros siempre estaríamos juntos, para siempre, para siempre.
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